Aseguraba estos días Mariano Rajoy desde el Uruguay -con ademán firme y resuelto- que, en esto de la corrupción, quien la hace la paga. Y si no se encendió un puro a continuación, fue quizás por encontrarse en un espacio cerrado.

La expresión -castiza y popular, donde las haya- recuerda en cierto modo a aquella otra, igualmente manida, de que la justicia es igual para todos. Lo preocupante, digo yo, sería que no fuera así; y mal van las cosas, cuando desde las más altas instancias del Estado no queda más remedio que tener que refrendar ante la galería principios tan básicos y elementales en cualquier democracia que se vista por los pies.

Lo que en realidad, llegados a este punto, sería reconfortante saber es cuál es exactamente el precio que hay que pagar -más allá de lo dispuesto en el código penal- y quién asume tan onerosa factura. ¿Cuánto vale el hartazgo y la alarma social que ha generado entre los ciudadanos tanto escándalo y sinvergonzonería? ¿Cuál es el precio que deberían pagar quienes, sin ser artífices directos, se pusieron de perfil y no hicieron en su día cuanto estaba en su mano para frenar la sangría y el saqueo de España?

¿Cuánto cuesta recuperar la credibilidad perdida de la sociedad en sus instituciones democráticas? ¿Quién paga tan elevado coste, asumiendo su responsabilidad llegue hasta dónde llegue? Eso es lo que el presidente del Gobierno -y del Partido Popular- debería explicar, cuando dice que el que la hace la paga.

Al fin y al cabo, los contribuyentes -que para algo hemos corrido con los gastos de este festival de despropósitos- tenemos derecho a saber qué es lo que se debe; quién tiene que saldar la deuda -no sólo por acción, sino también por omisión- y, por último, aunque no menos importante, cómo piensan pagar: porque es posible que más de uno vaya sobrado de dinero en efectivo; pero, lo que es crédito, me temo que les queda más bien poco, por no decir ninguno.