Siempre que sale a colación el tema de los impuestos me esgrimen como primer argumento el asunto de quién construirá las carreteras si no hay impuestos y toda esa gente que, en los documentales de Moore, muere en las puertas de los hospitales en USA porque no tienen una sanidad pública como la nuestra.

Podría responder que las carreteras las seguiría construyendo el Estado, y que los muertos en las puertas de los hospitales no existen ni siquiera en los documentales de Moore, pero al final acabo respondiendo que estar en contra de los impuestos desorbitados no significa en absoluto pensar que el Estado no tiene nada que hacer, o que lo que haga el Estado debe hacerlo con dinero del Monopoly. No.

Estar en contra de los impuestos significa tan solo conseguir que el Estado limite sus funciones a lo estrictamente necesario. Porque esa es precisamente la vía más rápida para conseguirlo: la reducción del dinero que pueden gastar.

No hay mejor modo de evitar que el Estado malgaste dinero que quitándoselo. Es lo mismo que hacemos todos: con las vacas gordas inevitablemente gastamos más de lo que necesitamos, y con las flacas gastamos solo lo imprescindible.

Y si el Estado tiene que gastar más y necesita recursos, en lugar de tener un poder absoluto para subir los impuestos a su antojo lo que debería hacer es explicar para qué lo necesita y preguntar a la ciudadanía si le parece adecuado, amén de asumir responsabilidades si la falta de fondos se deriva de una mala gestión o falta de previsión.

Eso es, no se rían, lo que está haciendo Lambán con sus presupuestos: compartir con los representantes de los ciudadanos los impuestos que va a cobrar y cómo va a gastarlos. El debate sobre la eficiencia, el ahorro y el control de gasto del dinero de todos ha sido visceral, son gente seria aunque en los periódicos parezca que se pasan el día jugando a politiqueos ridículos y pactos de chichinabo fingiendo que su misión es trascendental. He dicho que no se rieran.

«Son gente seria aunque en los periódicos parezca que se pasan el día jugando a politiqueos ridículos y pactos de chichinabo»

Pero volviendo a lo nuestro (no dejemos que sus juegos nos distraigan de lo importante), si bajáramos los impuestos tendríamos a la larga un Estado mucho mejor que el que tenemos, tanto en servicios como en calidad.

Y es que un Estado más pequeño en ningún caso significa un Estado peor. Al contrario. Significa un Estado más eficiente, más inteligente, más cuidadoso con lo que gasta y menos corrupto, porque la auténtica causa de la corrupción no es la calaña de las personas sino el exceso de dinero y el escaso control sobre él.

«Un Estado más eficiente, más inteligente, más cuidadoso con lo que gasta y menos corrupto»

El Estado y sus tentáculos autonómicos y locales han dispuesto en las últimas décadas de muchísimo más dinero del que realmente necesitaban para ejercer su función, y ese es el origen del dispendio, tanto el del dinero que ha acabado en bolsillos que no debía como el que ha acabado en centros de interpretación, pabellones y tranvías que nunca deberían haberse construido.

Por eso cuando hablamos de reducir los impuestos hablamos sobre todo de mejorar el Estado y arrancarle todo lo que le sobra, que es mucho. No se asusten. Si nunca hubiéramos tenido, por ejemplo, seguros de coche privados, sino un superseguro estatal pagado por todos los ciudadanos (y no solo los dueños de coches) y un loco propusiera seguros privados y compañías de seguros privadas, todos se echarían las manos a la cabeza: “¡la gente viajará por ahí sin seguro!”, “¡las compañías no pagarán!”. Pero ya ven: tenemos seguros privados, pocos son los que van en coche sin tenerlo y las compañías pagan según lo firmado.

Porque el Estado en la mayor parte es fácilmente prescindible. Y las pocas cosas que realmente necesitamos que gestione el Estado (la justicia, la Hacienda pública, las infraestructuras, la defensa, y paro ya porque me juego el carnet de liberal) cuestan muy poco dinero.

«Porque el Estado en la mayor parte es fácilmente prescindible»

En un mundo utópico, en el que todos fuéramos buenas personas, incapaces del mal, responsables y diligentes, seguiría existiendo un Estado, porque es la solución más cómoda para muchas cosas, pero sería infinitamente más pequeño, sencillo y eficaz que el actual, ya que se limitaría a asuntos muy concretos que nadie quiere asumir o que resulta complejo gestionar. Y, por tanto, tendríamos muchos menos impuestos. Así que ya saben: hay que ser mejores personas y pedir menos impuestos.