Hay una plaza sucia y habitable a apenas 10 minutos de mi casa. Una plaza de suelo que arde, anarquía de cerveza, de juventud acomodada en la línea de la subversión permisible. Y yo estoy ahí; y muy a gusto de estar, de la corriente que me arrastra.

De mis miserias veniales exfoliadas en los placeres mundanos. De acercarme a los 29 sin miedo: de haber llegado a esa edad con los arañazos lacrimales en la memoria (a veces vuelven, les escucho, pero el foso de mi corazón tiene demasiada agua y un solo puente; un solo puente que yo manejo entre ahogados con los ojos abiertos. Les digo: “Miradme, que no os puedo olvidar”).

Voy haciendo piedra, contra el viento: no me erosiono. Rebobino el orden natural, que para construirnos se absorben átomos, partículas gigantes, desconocidas, que mueren para vivir a nuestro lado. Somos vida por los caídos y les debemos dignidad por lo aprendido: no querer ser como ellos o luchar por no convertirnos en una copia exacta.

Rebobino el orden natural, que para construirnos se absorben átomos, partículas gigantes, desconocidas, que mueren para vivir a nuestro lado

Bendito calor, en fin. Sonrisas (una) para días de prueba-acierto-error donde todo se arrastra como si no tuviéramos prisa. Lo cierto es que cada día camino más despacio y no sé si es porque tengo miedo a que esta paz se haga añicos o simplemente reconozco que empiezo a tomarme en serio las metas. Tengo que aprender a pedir ayuda o un beso.