Yo, señores, soy un funcionario de toda la vida. Mis padres, hartos de trabajar y de pagar impuestos inútiles, se empeñaron en que me alimentara del presupuesto y no del sudor de mi frente. Así me educaron, y, por darles gusto, me aprendí, siendo mozo, doscientos o trescientos temas con los que pude agarrarme a los opulentos senos de la Administración, que todavía no he soltado ni soltaré mientras viva…».

Así empezaba Alejandro Nieto (La virtud recompensada, 1987), un artículo en el que narraba los males que rodean la burocracia: corruptelas, excesos de celo, ilusas modernizaciones, coladero de políticos… Años antes, Noel Clarasó (Departamento 10, 1968) describía un Ministerio que, carente de competencias y sin resultado alguno, aparentaba una gran actividad y se consideraba imprescindible.

Cuántas veces me he acordado de ambos relatos a lo largo de mi vida administrativa, al observar la ineficiencia crónica de la administración y ver el peligro que ello supone para los servicios básicos. Pero, ¿es posible la eficiencia administrativa?: la respuesta es no.

Podrá ser “más eficiente” respecto a otro momento, pero eso no significa ser competitiva o eficiente. Y no piensen en echarle la culpa a los funcionarios, no; es un problema de modelo, no de personas.

«¿Es posible la eficiencia administrativa?: la respuesta es no»

Muchos factores políticos, económicos y jurídicos impiden la solución: la rigidez a la baja del gasto público, el “electoralismo”, los farragosos e improductivos modelos de empleo, de contratación y de gasto, la preferencia por la generalización del gasto, el “pesebrismo” de sindicatos, los prejuicios de formadores y de creadores de opinión, etc.

Así las cosas, la única forma de ser eficiente es pasar de un Estado Goliat a un Estado David mediante la teoría de las tres eses (3S): Supresión-Sustitución-Simplificación. En primer lugar debemos preguntarnos qué preservar, qué mínimo debe asegurar el Estado y SUPRIMIR (institucional, territorial y funcionalmente) todo lo evitable.

Seguidamente SUSTITUIR público por privado, limitándose los Gobiernos a procurar la igualdad de oportunidades y la asistencia a los más desfavorecidos, lo que no implica prestar o gestionar directamente los servicios. Y, ya finalmente, SIMPLIFICAR y mejorar normas y procesos.

Pero aunque todo ello pudiera parecer lógico y las experiencias en países de nuestro entorno aconsejen este proceso, el principal prejuicio contra las 3S es el ideológico. Los autoproclamados “defensores de lo público” ven en la reducción del Estado una amenaza y no una oportunidad para asignar mejor los recursos y garantizar la sostenibilidad de los servicios básicos.

«Los autoproclamados “defensores de lo público” ven en la reducción del Estado una amenaza y no una oportunidad»

Por ello es necesario un profundo cambio cultural. Margaret Thatcher decía (Congreso del partido conservador, 1979) que el trabajo en el que el gobierno estaba comprometido –cambiar la actitud mental de la nación- era el mayor reto encarado por ninguna Administración inglesa desde la Guerra… Ellos lo consiguieron, ¿por qué no intentarlo nosotros?