Una de las compañías que más he disfrutado en mi descanso vacacional ha sido el relato de Michael Ignatieff sobre su entrada y salida de la política. Ignatieff es un politólogo canadiense que, tras años de profesor en Harvard, decidió dar el salto a la política en su país hace una década… y salió de ella tan solo cinco años después. Fuego y cenizas –se titula- como un resumen anticipado y acelerado de sus conclusiones.

Me tocó la fibra en lo personal, porque yo mismo he estado tentado de adentrarme en política en alguna ocasión, y el libro de Ignatieff te coloca ante situaciones vividas. A otra escala, en otro país, en un sistema político diferente, pero con situaciones análogas.

Aunque quizá pueda parecer frívolo, encuentro algo profundamente inspirador en esas personas que apuestan por dedicarse al servicio público. Incluso aunque la motivación inicial sea la vanidad propia, diría. Es algo que deja impregna todo en el libro, ese estímulo que le lleva a dar ese primer paso. Ignatieff era un académico, un intelectual prestigioso con la vida resuelta. Y es precisamente esa insatisfacción permanente que suelen transmitir los intelectuales, que escriben sobre el mundo sin cambiarlo, lo que hace arrollador un relato de alguien que decide bajar a la arena a cambiar las cosas.

Michael Ignatieff / Canadian Press

Una gran aspiración es pretender cambiar las cosas, sin caer en vanidades o superioridades morales de manual. Porque sabemos, por experiencia, que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Pocas veces vas a encontrar a una persona que te diga que viene a hacer el mal, que no está en política en beneficio de las personas, pero son muy pocos quienes consiguen tener un impacto positivo real en la vida de las personas.

Ignatieff recoge un gran compendio de lecciones aprendidas. Por un lado, valora en el libro los errores que cometió, y que le llevaron al fracaso. Reconoce que se metió en un campo desconocido y lleno de imprevistos, para el cual no estaba preparado. Me recordó en cierto modo a Tom Wolfe y su hoguera de las vanidades, mostrando un cuadro de hipocresía y juego de apariencias en el cual las convenciones cambian conforme a las conveniencias del momento.

«Me recordó en cierto modo a Tom Wolfe y su hoguera de las vanidades, mostrando un cuadro de hipocresía y juego de apariencias»

Su inoperancia al no responder adecuadamente a sus rivales políticos, por ejemplo, que aprovecharon su pasado fuera de Canadá para mantener la propaganda electoral fuera de campaña. O la importancia de entender y aprovechar los tiempos a tu favor. Los reveses le hicieron aprender que debía renunciar a la espontaneidad y a la franqueza en sus declaraciones, para ceñirse a un discurso meticulosamente preparado.

Por otro lado, también profundiza en las habilidades necesarias para triunfar en política. Cómo describir la realidad de forma que los votantes crean tu historia es una habilidad imprescindible del político de éxito. También es fundamental ganarse el derecho a ser escuchado. Ese derecho únicamente lo concede el electorado y sus criterios para concederlo tienen que ver con la identificación entre votante y político. Quien no lo consigue, aunque sus méritos y sus logros sean indiscutibles, nunca logrará el poder democrático.

Finalmente, todo su relato de cinco años intenso se resume en una idea: la democracia no puede funcionar en ausencia de una cultura de respeto a tu antagonista. Es necesario descubrir formas de articular lo que nos resulta común para después impregnar con esa vida común el tejido de sus instituciones. Algo penosamente lejano al esperpento que vivimos estos días en nuestro país.