Se equivocan quienes, desde su cándida benevolencia, creen que el fiasco que está suponiendo para Zaragoza el paso por la Alcaldía de Pedro Santisteve y los suyos responde sólo a su falta de oficio.

Es verdad que aterrizaron en el Ayuntamiento con nula experiencia en la compleja gestión municipal, pero no es menos cierto que tampoco han mostrado mayor interés en aprender o en dejarse aconsejar.

Piensan en el fondo que, si han llegado donde han llegado, no es principalmente para mejorar los servicios públicos y la calidad de vida de los zaragozanos, porque para eso ya estaban los otros.

Ellos, los elegidos, vinieron para acometer una auténtica revolución: un cambio profundo, partiendo del principio de que la voluntad del pueblo -es decir, la suya- va por delante de la norma cuando les conviene.

De ahí esa prepotencia en sus formas de actuar, a pesar de estar en minoría, y el sectarismo con el que suelen despreciar a quienes no son de su cuerda.

La imagen en las redes de Pablo Híjar, rompiendo un recibo del Impuesto autonómico de Contaminación de las Aguas, es la mejor metáfora de lo que en realidad es Zaragoza en Común: un consorcio antisistema, instalado en el sistema, con el fin de horadarlo desde dentro, mientras sus miembros viven de él; y nada mal, por cierto.

Zaragoza en Común es un consorcio antisistema, instalado en el sistema, con el fin de horadarlo desde dentro, mientras sus miembros viven de él

Lo del concejal Híjar -más de traca, que de rompe y rasga-  tan solo es un desplante chulesco y ramplón ante su parroquia, para aliviar el «mono», después de unos cuantos meses sin meterse un escrache entre pecho y espalda.

Sin embargo, Santisteve debería llamarle al orden, no sea que esa insumisión ante el fisco acabe teniendo efecto boomerang y a todos nos dé por quemar el próximo recibo del impuesto de circulación, hacer trizas el del IBI, o pasar por la trituradora de papel el pago de las asfixiantes plusvalías municipales.

El principal escollo de estos chicos es que confunden la prelación de las cosas y anteponen lo que ellos llaman democracia al principio básico de legalidad, que en cualquier Estado de Derecho es la piedra angular que sostiene la convivencia cívica entre los ciudadanos (lo otro es anarquía).

Para recurrir o protestar según quien, ante lo que se considera injusto, están los parlamentos y los tribunales; pero no las redes sociales, donde uno nunca deja de ser lo que es.

Sobre todo cuando ostenta responsabilidades institucionales y representa -al menos en teoría- al conjunto de sus vecinos: a los que le han votado y a los que no.

No sé si cuando Zaragoza en Común se entere de algo tan elemental será tarde para ellos, pero está claro que a los demás la espera se nos va a hacer eterna.