Les propongo un juego. Entre los siguientes factores, escoja los tres factores que tiene más riesgo de sufrir a lo largo de tu vida. Seis posibles respuestas: calor, ataque terrorista, cáncer, radiación electromagnética, accidente aéreo, accidente de coche. Piensen unos segundos y apunten sus tres candidatas.

Veo en el diario Público la gráfica con los resultados. Los datos nos muestran una abrumadora diferencia entre el riesgo real y el riesgo percibido. En general, algunos factores que tendemos a pensar como excepcionales (golpe de calor, cáncer o un accidente de coche) suelen ser los que tenemos más probabilidad de sufrir. Sin embargo, otros factores como el accidente aéreo, el ataque terrorista o la radiación electromagnética son estadísticamente despreciables comparados con los anteriores, pero nos dejamos dominar por el miedo a lo desconocido.

Esta gráfica muestra varias cosas interesantes: la primera, que los humanos somos terribles evaluando riesgos, especialmente cuando se trata de un evento traumático y con mucho impacto. Un ejemplo perfecto lo tenemos en los días posteriores a los atentados del 11-S en Nueva York. Con la psicosis colectiva de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, miles de personas decidieron cancelar sus vuelos y viajar en coche.

Podían haber cancelado el viaje sin más, pero decidieron viajar. Ese incremento repentino de tráfico rodado se tradujo en una mayor probabilidad de accidentes. Y ya hemos visto que la probabilidad de morir en un accidente de circulación es varios órdenes de magnitud superior (hasta 10.000 veces más) a la de morir en un accidente aéreo. Se estima que cerca de mil personas murieron por este motivo en esos desplazamientos de septiembre de 2001.

Se estima que cerca de mil personas murieron por este motivo en esos desplazamientos de septiembre de 2001

Con una precisión quirúrgica, Keynes lo explicó en su concepto Animal Spirits (espíritus animales), hablando de decisiones irracionales al invertir: gran parte de nuestra actividad depende más del optimismo espontáneo que de una expectativa matemática. Quizá la mayor parte de nuestras decisiones de hacer algo positivo, sólo pueden considerarse como el resultado de los espíritus animales— de un resorte espontáneo que impulsa a la acción por delante de la quietud—, y no como consecuencia de una evaluación racional de riesgos, costes y beneficios.

El riesgo y la emoción son inseparables, así que la cuestión es cómo evaluar riesgos de una forma más acertada. Los estudios recientes demuestran que las emociones son vitales en nuestra inteligencia, especialmente cuando es necesario tomar decisiones rápidas. Pero, a veces, esas decisiones intuitivas e irracionales trabajan en nuestra contra. El miedo sesga nuestra evaluación de riesgos. Nuestro cerebro reptiliano ha aprendido pautas de evaluación de riesgos a lo largo de nuestra evolución que pueden ser útiles en algunos casos, pero nos traicionan en entornos como la sociedad actual que avanza a gran velocidad y que nos obliga a pensar en vez de actuar por instintos.

La segunda cuestión que muestra la gráfica de Público es que el riesgo percibido es siempre menor cuando la situación depende de nosotros mismos, de nuestra acción. Nuestra percepción es que somos mejores conductores que el resto, por seguir con el ejemplo. La lección aprendida es que los humanos odiamos no tener el control de una situación a la que nos enfrentamos, nos aterra la incertidumbre del accidente aéreo, el ataque terrorista o la -más que improbable- afección por radiación electromagnética. Es un enemigo sin cara, y esto nos genera mayor ansiedad e influye en una cierta disonancia cognitiva.

Así que si quieren reducir riesgos en el futuro, traten de comer más sano, pónganse crema solar y tengan más cuidado al volante. Y no dejen que su cerebro reptiliano les “obligue” a apagar su móvil o la wifi en casa, porque el riesgo de contraer un cáncer es irrelevante. Y ni siquiera hay consenso científico en que exista riesgo, dicho sea de paso.