Algunos políticos como Trump, Le Pen u otros populistas especialmente dotados de ignorancia interesada o demagogia barata defienden el proteccionismo económico como una forma de salvación o recuperación del bienestar de la ciudadanía.
Simplificando, proteccionismo económico es cualquier forma de favorecer el acceso a algunos productos o servicios (los protegidos) o de perjudicar el acceso a otros productos o servicios (los penalizados); mediante subvenciones, barreras comerciales, aranceles, subsidios, impuestos especiales, restricciones o cualquier otra forma de discrecionalidad de carácter político.
Ese proteccionismo no sólo no protege ni aumenta el bienestar de la población sino que lo recorta. Por ello afirmo que el proteccionismo nos desprotege como individuos y como sociedad. Y lo hace tanto en el plano económico como en el político.
Al impedir o dificultar la compra de algunos productos mejores y más baratos (si no lo fueran no haría falta «protegerse» de ellos porque nadie los compraría) el poder político está sacando dinero del bolsillo de la gente para ponerlo en el bolsillo de los empresarios de los sectores protegidos. Y digo de los empresarios y no de los trabajadores porque, al estar protegidos, los empresarios no tienen necesidad de producir con más eficiencia ni de cuidar más a los trabajadores de sus empresas; lo que deriva en menores o nulas inversiones y peores condiciones laborales.
Que el poder político sea el que con total discrecionalidad determine a quién proteger y a quién penalizar convierte esta práctica en un mercado de favores intercambiados, en un zoco con lealtades políticas en compra y venta; con la consiguiente destrucción de la salud democrática de la comunidad, el país o el ámbito de aplicación de dichas prácticas.
Y no me estoy refiriendo a la regulación, al necesario arbitraje del Estado en algunos ámbitos (aunque deberían ser muchos menos de los que son); sino a dictar reglas o condiciones distintas para unos y para otros. Si me permiten la frivolidad futbolera: el regulador puede ser un árbitro, pero el proteccionista es un árbitro comprado.
Los ciudadanos tenemos todo el derecho a consumir con criterios alternativos o complementarios a los económicos (personalmente, en igualdad de condiciones prefiero comprar un producto aragonés o español); pero esta elección debe ser siempre libre y voluntaria.
Con el proteccionismo es como si los políticos nos exigieran dar un donativo en la hucha de una organización que ellos determinan. Y lo peor no es eso, lo peor es que la causa en cuestión no suele ser precisamente altruista.