Está la cosa como para fiarse. Cojo un taxi en Atenas (viaje de trabajo) y el taxista me pregunta de dónde soy. España. Se deshace en elogios hacia el país y, como una metralleta, empieza soltar nombres de ciudades españolas: ¡San Sebastián, Granada, Córdoba, Málaga, Bilbao!

Que los españoles y los griegos iguales. Hermanos. Me deja en la puerta del hotel y quiere timarme con el precio, que también es difícil teniendo el taxímetro encendido. Le digo que puedo llamar a la policía y que ellos decidan cuánto he de pagar. Se marcha masticando tacos y todavía con los intermitentes puestos. Joder con los hermanos… Yo solo tengo una hermana.

En el avión, en cambio, me he dado cuenta de que vivo en el alambre. Paulo Coelho, Albert Espinosa… reconozco que detesto toda esa ralea de escritores-eslogan: hacen daño porque no preparan para la vida sino que malean sentimientos; crean yonkys que necesitan su dosis (libros) para seguir creyendo en algo.

Contribuyen, en definitiva, a la docilidad y la debilidad de la sociedad, como si ya no estuviera lo suficientemente domesticada. No sé. Siempre hay gente con tendencia a las drogas duras.

Lo del alambre lo digo porque en el vuelo de ida estaba el cielo bastante nuboso y entre eso y ver la Tierra como un juego de estrategia para ordenador, sin darme cuenta me empecé a poner intenso. Vamos, que lo del sentido de la vida, el que todos somos hermanos, la bondad universal, la inutilidad de las fronteras… y así una ristra de ideas vagas tomando mi cabeza como un ejército hábil y fugaz.

Tuve que cerrar la ventana, claro. No estamos para gilipolleces. Hay que estar alerta. Mirar siempre el taxímetro: la Justicia, el precio a pagar por el camino recorrido.