De lecciones, pocas. En todo caso, que a suma de tiempo resta de soberbia. Eso me da pistas: soy un periodista que ejerce en un medio de comunicación sectorial y eso me hace conocer bien algunos campos de la política y los servicios públicos patrios. Luego, cuando me tomo una cerveza con alguien que se pone a opinar sobre lo que yo domino, escucho cientos de afirmaciones erróneas o vagas.

Y mientras esa persona no cesa de sentar una cátedra sinsentido, en lugar de pensar la sarta de gilipolleces que está soltando, me reproduzco a mí mismo hablando de otras cuestiones que creía dominar. Me proyecto en él. Me asusto. Entonces comprendo lo del silencio y la sabiduría: mi éxito muchas veces ya es no quitarme yo mismo los puntos.

Eso me hace pensar en mi verborrea. Como decía mi querido Pepe Rubianes: “Cuando no hablo yo, me aburro”. Soy parecido: la personalidad es un inconsciente. Suelo acaparar conversaciones (eso me dicen) y no suelo generar rechazo, pero ¡ay, amigo!, a quien se lo genero me odia con todas sus fuerzas.

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Me doy cuenta de cuando esto ocurre y lo avivo porque sé cuando mis defectos son un arma. Y a veces prometo corregirme pero a lo que atino estoy contando alguna tontería que no tengo muy clara que sea así.

Todo el mundo que me odia (yo os conozco y lo disfruto, en serio) tiene un odio racional hacia mí: les he cuestionado los pilares que les tienen en pie, les he desnudado. A mí intentan quitarme la coraza a diario: a todos. Mis amigos, mis seres queridos, son gente que siempre va vestida. Mi poder reside en no callarme y acabar diciendo mil tonterías: qué debilidad la de los ‘odiadores’ que hacen del defecto de uno, virtud.