Se nos antojó chino y acabamos en un buffet libre de la calle Leganitos, que es una arteria madrileña entre Gran Vía y Plaza España llena de negocios orientales. De hecho, el garito se llama ‘Orient’ (¿para qué más?) y por 9,95 puedes comer hasta que llegue el servicio médico de Urgencias.

El techo es de cristales rollo pedrerío de salón de millonario ruso, lo que amplifica la visión entre clientes de lo que allí está pasando. Y les juro que de vez en cuando no viene mal una visita a la cueva, el regreso del hombre a la caverna, a comer como si tuviéramos luego que hibernar. Había platos de comensales que eran la torre de Babel de la gastronomía mundial: la historia gastronómica en estratos; arqueología del mamífero que aparca lo racional en la entrada.

Eso fue un día después de que pasáramos la tarde viendo el desfile del Orgullo Gay mundial que ha celebrado Madrid estos días. Llevo en la ciudad casi cinco años y siempre había entendido esta fiesta como algo ajeno a mí que, como heterosexual, me sentía otorgándome un protagonismo que no me pertenece.

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No sé si saben que hay un discurso feminista que afirma que el hombre no puede ocupar ningún lugar destacado en esa lucha sino que debe situarse al lado o por debajo de cualquier mujer en la reivindicación. Algo así me pasaba a mí con el Orgullo.

Me fui entendiendo, y tampoco me costó mucho, que al final esa fiesta recuerda la tarea de esos colectivos por ser respetados y visibles en la sociedad. Pero también, y es lo que me llevé a casa, que hay que defender ante todo la libertad de amar a quien nos dé la gana. Pocas cosas hay más hermosas, poca estridencia más justificable.