Confieso que las únicas calabazas que han formado parte de mi vida son la que recibí de adolescente por parte de alguna moza que osó hacerme la cobra en plena maniobra de aproximación.

También dejaron una leve muesca en mi memoria las cucurbitáceas -pocas y metafóricas- con las que me obsequió algún profesor a la hora de evaluar mis exámenes en el colegio y en la universidad; o la que transformaba en pomposo carruaje la entrañable hada madrina de la pobre Cenicienta; sin olvidar, por supuesto, la querida y adorable Ruperta: la auténtica y genuina; la del ‘Un, dos, tres…’

Y aunque como buen liberal aplaudo cualquier iniciativa o inventiva que sirva para dinamizar el consumo -siempre dentro de un orden- el caso es que a mí esto de celebrar la fiesta de Halloween me pilla ya talludito, o cuando menos con el pie cambiado.


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No soy por principio iconoclasta con las creencias ajenas; entre otras cosas, porque no me gusta que nadie lo sea con las mías.

«A mí esto de celebrar la fiesta de Halloween me pilla ya talludito, o cuando menos con el pie cambiado»

Nada tengo contra esas tradiciones paganas, importadas desde el otro lado del charco y que han calado rápidamente entre nosotros, al igual que otros sacaperras sobrevenidos como el Black Friday o el Ciber Monday.

Menos mal que el Thanksgiving Day o Día de Acción de Gracias, que también cae en noviembre, aún no ha logrado cautivarnos, aunque todo se andará; no les quepa duda.

Somos más dados a dar la vuelta a las cosas y abonarnos a la juerga con cualquier excusa, que a vernos en el trance de asumir, como es el caso, la existencia de la parca desde la reflexión y el recogimiento, recordando a esos seres queridos que ya no están entre nosotros.

Por esa misma razón también nos mola más el carnaval que la Cuaresma. Sin embargo, porque voy teniendo eso que llaman una edad, soy más de castañas y boniatos junto a la chimenea, que de chuches, bailes y disfraces.

Lo que me asusta de veras es la realidad cotidiana que nos aguarda a la vuelta de la esquina y no lo que se pueda estar cociendo en el más allá. Les aseguro que me producen más pavor los vivos que los muertos; puede que por eso no es Franco quien me quita el sueño, sino aquellos que creen que para ganar el futuro es imprescindible remover el pasado.

No me aterran las calaveras de plástico, sino las miradas perdidas de niños hambrientos envueltos en moscas, con la piel pegada a los huesos, o varados en una playa mientras el mismo mar que los ha llevado a la arena acaricia sus inertes cuerpecitos.

«Franco quien me quita el sueño, sino aquellos que creen que para ganar el futuro es imprescindible remover el pasado»

Me río de los ridículos zombis que avanzan en manada, gimiendo con torpes ademanes, pero tiemblo cuando veo a grupos de seres humanos, dejándose la carne en las concertinas, mientras lloran de alegría, creyendo que al otro lado de la valla han encontrado el paraíso.

Qué quieren que les diga: prefiero ver repetida una y mil veces a Don Juan y Doña Inés en la cursi escena del sofá, que embutirme de sangre como una morcilla con la saga completa de ‘Scream’ o ‘Destino final’.

Porque cuando quiero experimentar auténtico terror delante de la tele, no necesito recurrir a una maratón de películas de muñecos asesinos o de locos armados con motosierra, persiguiendo al personal para rebanarle el pescuezo.

Es todo más sencillo: me basta conectar cualquier canal de noticias, ver a Trump, a Putin, a la inefable Carmen Calvo o al impresentable de Rufián, para que se me pongan los vellos como escarpias y sentir miedo de verdad, sin saber muy bien qué elegir: si truco, trato, susto o muerte. Así las cosas, ¿quién necesita Halloween?

*Daniel Pérez Calvo es periodista