Plaza del Pilar, 14:30 del medio día de un 12 de julio. Apenas hay viandantes que se atreven a atravesar una plaza golpeada por un sol inmisericorde. Los pocos turistas que hay, caminan bajo los porches, y atraviesan la plaza de forma apresurada para acercarse a visitar la Basílica. El futuro aún se vislumbra peor, con veranos cada vez más largos y más extremos.


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Hace años, Zaragoza era una ciudad verde. Sus plazas estaban rebosantes de árboles, de fuentes, de jardines… eran espacios amables en los que los zaragozanos podían hacer vida sin tener que sentarse en una terraza guarecidos por una sombrilla. Pero desde los años 90, la capital aragonesa se sumergió en la moda de hacer plazas duras que en España surgió en la Barcelona de los 80. Plazas que cambiaban los árboles y los jardines por el asfalto y las baldosas dentro de un modelo urbanístico que apostó por hacer plazas multifuncionales, con aparcamientos en el subsuelo en muchos casos, y que sirvieran para acoger grandes eventos, o más recientemente, para llenarlas de terrazas.

Así pasó con las plazas del Pilar y de la Seo, con la plaza Ariño, con la plaza Eduardo Ibarra, con la plaza de Sas, con la de San Bruno, la de Santa Marta, la de José Sinués y con el entorno de la Intermodal. O más recientemente, con la plaza de Santa Engracia. Esa moda, que estéticamente era rechazada por amplios sectores sociales, no era patrimonio exclusivo de Zaragoza. Es más, arrasó en la mayor parte de las ciudades españolas. Madrid es un buen ejemplo de plazas duras en las que se busca el máximo aprovechamiento para hacer conciertos, mercadillos o eventos varios, transformando así el espacio público en un espacio productivo de forma continuada. Así lo vimos en la plaza de Callao, o recientemente, en la discutida reforma de la Plaza de España. Lo mismo que Barcelona con espacios como la plaza de los Países Catalanes, o en Sevilla con las plazas de Armas y de Santa Justa.

Pero en este momento, ese modelo de plaza dura, aunque se siga ejecutando por ayuntamientos de distintos signo político, está en cuestión por parte de urbanistas, paisajistas y movimientos vecinales. Por un motivo estético, pero sobre todo, por un motivo sostenible. Las tempranas olas de calor que vivimos en junio, antes de la llegada oficial del verano, anticipan lo que nos espera. Altas temperaturas, y un clima cada vez más extremo que hará que las olas de calor sean cada vez más habituales. Frente a esa situación, los responsables municipales deben buscar soluciones que contribuyan a facilitar la vida de los ciudadanos, creando recorridos y espacios verdes en los que se pueda estar y que no haya que evitar o atravesar corriendo. Ciudades amigables con el medio ambiente, pero sobre todo, con sus habitantes.


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Porque además de apostar por energías limpias, por el transporte público, por la arquitectura bioclimática o por aumentar las ayudas para mejorar los aislamientos térmicos de las viviendas ya construidas, la tendencia es crear un urbanismo amable en el que la vegetación sea protagonista. Las plazas duras, junto a otros elementos como los sistemas de climatización, o las fachadas y el asfalto, contribuyen de forma importante a generar el efecto de la isla de calor, un efecto que provoca que las temperaturas en el centro de las ciudades sea más elevado que en una zona rural situada a 10 o 15 kilómetros del centro urbano.

El sol calienta las superficies de las ciudades y fachadas, asfalto o baldosas sueltan ese calor que provoca el aumento de las temperaturas. La diferencia entre el centro de las ciudades y la periferia puede ser de en torno a 3º por el día. Esa diferencia de temperatura se hace más evidente por las noches, cuando en el centro de las ciudades refresca bastante menos que en el campo, con diferencias de hasta 10º.

La escasez de vegetación y de zonas verdes en las ciudades, junto con la existencia de grandes avenidas sin apenas arbolado, o de plazas duras, provoca que las temperaturas no se atenúen. Además, al haber menos árboles, el suelo de la ciudad se calienta todavía más. Por no hablar de la incomodidad que suponen esas plazas duras o las calles desprovistas de árboles para los ciudadanos. Basta pensar en quién se atreve a cruzar a medio día la plaza del Pilar, o la plaza de Eduardo Ibarra, en plena ola de calor.  El secretario general del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Forestales, Raúl de Calle, dejó bien clara la diferencia entre una calle arbolada de una que no: la diferencia, puede llegar hasta los 8 grados. Si el asfalto está a la sombra a 30º, si está al sol, podría alcanzar los 60º.

En esta idea abunda la paisajista Ana Robles, del estudio Alter Espacio: «La plaza verde es el futuro, la alternativa más sostenible y económica para rebajar la temperatura entre 3 y 10º y conseguir espacios confortables que sean punto de encuentro para los ciudadanos, en un momento en el que las previsiones apuntan que hasta el 80% de la población mundial vivirá en áreas urbanas en unos años. No hay nada que baje tanto la temperatura con tan poca inversión», ha explicado a HOY ARAGÓN.

La experta en paisajismo cree que las plazas duras pertenecen a una mentalidad del siglo XX, reflejando todo lo malo que la sobreexplotación urbanista ha hecho quitando al ciudadano derechos fundamentales en el espacio público. «Las plazas duras vienen del siglo XX, pertenecen a una mentalidad antigua que no valoraba la necesidad del ser humano de tener espacios naturales a su alrededor. Eran espacio funcionales, fáciles a la hora de limpiar, y garantizaban el orden, ya que no permiten que la gente se junte. Además, estas plazas se pueden utilizar a nivel comercial para organizar mercadillos, conciertos, eventos lucrativos… Y eso está bien, pero dentro de un orden. Hay que reclamar que los pocos espacios urbanos abiertos reconecten con la naturaleza, y proporcionen el mayor bienestar posible al ciudadano, de una forma sostenible, regulando el clima y fomentando la biodiversidad».


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Las altas temperaturas provocadas por un diseño urbano sin vegetación no solo afecta a lo complicado que es llevar una vida normal en las horas centrales del día en determinadas zonas. Las altas temperaturas afectan a la salud de los habitantes de las ciudades, provocando cansancio, problemas respiratorios, deshidratación, e incluso un aumento de la mortalidad por los golpes de calor.

En este sentido, Ana Robles ha explicado a HOY ARAGÓN que hay numerosos estudios que afirman que tener espacios verdes en los entornos urbanos aportan bienestar psicológico a los ciudadanos, algo especialmente importante tras la pandemia que hemos vivido. Por no hablar de la economía, en un momento en el que la inflación y los precios de la energía están disparados, el uso del aire acondicionado en una calle sin árboles asciende en torno al 30% con respecto a una calle con arbolado. 

De cara al futuro, los especialistas apuestan de forma clara por transformar las plazas duras en plazas más amables con arbolado, sombra y fuentes para crear espacios verdes que ayuden a rebajar la temperatura en zonas en las que precisamente no hay grandes parques, con la idea de combatir las grandes superficies de cemento, asfalto y baldosas que absorben y retienen el calor. Esas plazas renovadas con jardines y sombras deberían estar conectadas entre sí por corredores verdes que ayuden a crear recorridos que sean cómodos atravesar, conectando además con los principales parques, dentro de una estrategia para que Zaragoza vuelva a ser una ciudad más verde, bonita y confortable.