Dórico. Uno de noviembre

El día de todos los santos, de camino a su casa de Coimbra, hablaba con R. de la muerte. Digo “su casa de Coimbra” por divineo, en detalle y honestidad es un piso en la calle Coimbra. Para R. la muerte nunca procede en términos narrativos. Su tesis, grosso modo: no estamos preparados para despedir ni despedirnos, la parca aparece en un sorprendente giro argumental. No estoy de acuerdo. La muerte siempre llega bien, incluso en la secuencia más inesperada, aunque  no lo sabrás hasta que veas la película entera. Léase una adolescente eclosionando en la vida con tumores que le vacían la cabeza y yo como un chaval. Hay guiones que por sublimes no entiendo. Que nadie salga del cine, insisto, hay que esperar al final de la peli.

Mi abuela paterna murió dos veces. La primera toda paz, sabía que se iba y quiso despedirse de todos. Hizo prometer que ninguno de sus nietos nos casaríamos con una negra, pidió perdón y dio muchos besos. Mortis interruptus, un médico le hizo la eutanasia inversa. Tres años de prórroga, plomizos, secuela mala que acaba en segunda muerte con cables y sin poesía.

Prorrogar vida no;  final de partido a los noventa minutos, ni uno más. Entiendo que si en el juego dejas espinillas en carne viva acojona meterte en el vestuario con el Míster, pero suerte has tenido de que no te pitaran roja en el minuto veintidós. Muérete antes de que el VAR te mande al banquillo, de ese limbo no sales, vivo ni muerto.

Jónico. Habla el Mariscal

El padre de mi madre murió genial. Pidió huevos fritos para cenar  y ya en la cama se abrazó a mi abuela (su mujer, no la de las negras) y voilà: frito como los huevos. Quiero esa muerte, huevos con puntillas y en brazos de quien te quiere. El velatorio fue en su casa, yacía de uniforme, pintón. Le di un beso en la frente y no estaba fría. Caliente tampoco, del tiempo.

En mitad del duelo llegó el fontanero para revisar los radiadores y quise pasarlo a la habitación fúnebre. Cuando reparase en la presencia del finado le habría dicho: “trabaje tranquilo, no lo va a despertar. Está muerto”. No me dejaron, aunque a mi abuelo le hubiera encantado: una vez ví cómo se le posaba un gorrión en el sombrero.

Después del funeral nos reunimos todos en casa de mis padres. Jugamos a la ruleta y brindamos con todo tipo de alcohol para celebrar la vida del Mariscal. Se coló un vecino a dar el pésame a mi madre y al ver que había whisky se quedó. Hace un par de años me crucé con su mujer y le pregunté por él, “murió en el noventa y seis”. Supongo que de cirrosis, tarde me parece para cómo debía llevar el hígado. Desde el setenta y ocho no se quitó la petaca del bolsillo de atrás de sus vaqueros de pinzas. Era rentista y a su mujer le faltaba un trozo de pie, por si queréis contextualizar al personaje.

Corintio. Epitafio

Vuelvo a la muerte. El Guionista es bueno y siempre elige el momento: cuando no te queda nada por decir – que te hayan escuchado es secundario – y como sujeto sujetas poco, nadie cae contigo. En realidad nunca sujetas, y está bien así.

En el hospital dejaron que los familiares de B. entraran a despedirse. Eran sus últimisimos minutos, rezaban alrededor de la cama. Su madre le agarró el dedo gordo del pie y mientras se lo movía dijo con voz azul “Gracias B. porque nos has hecho muy felices”. No hay mejor epitafio.