Los que me conocen, saben que tengo una relación de amor-odio con Zaragoza. Cuando estoy lejos, la echo de menos. Cuando estoy aquí, a veces querría salir corriendo. Me puede esa falta de ambición, ese quedarnos a medias, esos proyectos para consumo propio que no se venden fuera o la falta de cuidado estético y de ese sentido de la belleza que hemos perdido para convertirnos en una ciudad funcional. Pero aun así, es mi ciudad. Y la quiero.
Sobre todo, cuando paseo por su Casco Histórico. A veces, me sorprendo a mi mismo cuando todavía me sigue impactando la espectacularidad de la plaza del Pilar, con la imponente presencia de la Basílica, del renacentista palacio de la Lonja, o de la Seo, con ese muro mudéjar que es una auténtica fantasía. Todo, bajo la atenta mirada de Goya desde su pedestal.
Al lado del Pilar, el desaprovechado Pasaje del Ciclón, punto de partida para una mañana o una tarde en la que perderse por el Casco y disfrutar del ambiente de sus calles y plazas, animados por tiendas y restaurantes de todo pelaje que sorprende a cuantos lo visitan.
De hecho, creo que en esta ciudad en la que somos tan dados a despreciar lo nuestro y considerar mejor lo de fuera, nunca seremos conscientes de la belleza de calles como Dormer, con esa acumulación de palacios y aleros renacentistas bajo la atenta mirada de la torre de la Seo, de la zona del Arco del Deán, o de la elegancia serena de plazas como la del Justicia o la de San Felipe.
Plazas ideales para sentarse en cafés como Doña Hipólita, o Justicia Café, mientras contemplamos edificios como la iglesia de San Cayetano con la encantadora fuente de la Samaritana y el palacio Notarial en la plaza del Justicia, o el Torreón Fortea, el Museo Pablo Gargallo (para mí, el museo más encantador de toda la ciudad) o la iglesia de San Felipe, en el caso de esta última plaza.
Lástima que hace varias generaciones de zaragozanos dejaran caer la Torre Nueva, en una muestra de esa dejadez y desprecio por el patrimonio que ha dejado caer edificios icónicos como el palacio de la Diputación del reino, o las decenas de casas palaciegas del Renacimiento, cuando Zaragoza era considerada la Florencia española.
Aún así, y pese a esas pérdidas, es un placer pasear por esas plazas, o por la calle Alfonso I. Cierto es que esta vía ha cambiado enormemente en los últimos años: apenas quedan tiendas de antes, y está salpicada de rótulos y fachadas que hacen que se nos salten las lágrimas a los que tenemos una mínima sensibilidad estética. Pero aún así, sigue siendo un placer pasear entre edificios del 1900, (con el Pilar a un lado, y el elegante edificio del antiguo Banco de Aragón en el Coso, al otro), disfrutando de un tentempié en el Café 1885, situado en la antigua joyería Aladrén, o de las delicias de Cibus en tu mesa.
Desde la calle Alfonso, el cuerpo te pide perderte por calles como Méndez Núñez, Espoz y Mina, la plaza de Santa Cruz… calles peatonales en las que apetece pasear sin rumbo fijo, disfrutando de los escaparates de tiendas como La Rinconada del Queso, LatasTienda, Shuave Shop.. y que nos llevan caminando hasta la calle Don Jaime, con negocios centenarios como la Alicantina, o la siempre espectacular Pastelería Fantoba.
Y ya que hablamos de comer, si amamos el Casco Histórico, además de por su ambiente y la acumulación de iglesias y casas palaciegas, es por el buen comer. Porque además de los epicentros, en zonas como el Tubo, con clásicos con sabor como Bodegas Almau, o Santa Marta, con imprescindibles como los Victorinos, el Casco está salpicado de bares, cafés y restaurantes para hacer un alto en el camino y disfrutar de la buena gastronomía.
Porque sí, en Zaragoza se come bien, y más barato que en otras ciudades. En el centro, pero también en los barrios. Y en la zona del Casco, hay maravillas para todos los gustos y paladares. Desde Absinthium o Casa Lac, a La Republicana, la Clandestina, La Flor de Lis, el Caza Ostras, Tragantúa, el Melí del Tubo…
Por no hablar de cafés como el Nolasco, el Botánico, el Formidable, Marianela o Mi Habitación Favorita… lugares donde tomar una tarta, un café, y sumergirse en una agradable tertulia con amigos, o en la lectura del periódico o de un buen libro. En el ámbito gastro, sería injusto no hacer mención al Mercado Central.
Junto a las murallas romanas y la estatua de Augusto se levanta este templo gastronómico recientemente rehabilitado, que por suerte, y a diferencia de otros mercados similares, sigue conservando los usos y el sabor de siempre. Perderse entre el bullicio de sus pasillos es un auténtico festival en el que podemos encontrar una sinfonía de color gracias a la amplia variedad de fruterías, pescaderías, carnicerías, charcuterías. Imposible entrar a este edificio de 1900 y no caer en la tentación de comprar algo en cualquiera de sus puestos.
Pero como no solo de gastronomía vive el zaragozano, al pasear por el Casco Histórico de Zaragoza conviene mirar hacia arriba para disfrutar de las fachadas y de las alegrías que todavía da la arquitectura zaragozana, sobreviviente de guerras, y de la ambición de políticos y constructores carentes de gusto estético y de visión de futuro.
Mirando hacia arriba, la vista nos regalará alegrías como los edificios de las calles San Jorge o Manifestación, las torres mudéjares de la Magdalena, San Pablo o San Gil, los aleros y fachadas de palacios como el de la Real Maestranza, el Museo de Goya, el Pablo Gargallo, la Lonja, el Palacio de Sástago, el de los Condes de Morata…
Una acumulación de edificios que son testigo mudo de la historia de la vieja capital del Reino de Aragón que dan carácter y sabor a las calles de una ciudad que merece ser vivida y admirada de nuevo a partes iguales.