El asunto catalán cansa, y mucho, pero es ineludible. Son muchas las disputas en las que el que se cansa pierde. Ésta es una de ellas.

Cansarse invita a querer acabar, y querer acabar invita a tirar la toalla. Una mala paz de corto plazo suele ser causa de una profunda injusticia y derivar en una mala conciencia eterna.

Se atribuye a Vivien Greene (esposa y viuda del novelista Graham Greene) la frase «La vida no consiste en esperar a que pase la tormenta sino en aprender a bailar bajo la lluvia«. Esa idea es la que considero esencial aplicar al asunto catalán.

Más allá de su origen, hoy ya no estamos ante un problema político sino social, porque responde a emociones y no a posiciones políticas o intelectuales. Emociones inflamadas desde los intereses personales de no pocos políticos, pero fuertemente caladas en una minoría de cientos de miles de catalanes.

No estamos ante una discusión entre ideas políticas diferentes sino ante el ser o no ser del supremacismo de unos sobre otros frente a la igualdad de derechos de los ciudadanos.

Llegados a este punto, y desde mi posición de considerar la independencia como algo injusto, ilegítimo e ilegal, me parece una ingenuidad esperar una súbita reconversión ética de sus correligionarios, o aspirar a que dejen de tener mayoría parlamentaria quienes defienden esa opción sin que tenga lugar antes una auténtica catarsis.

La solución no puede lograrse sino por dosis intensas y extensas de realidad. Y la única realidad que solemos entender es la del bolsillo.

Cataluña es una comunidad objetivamente más rica que casi todas las del conjunto de España. También es cierto que hoy en día los mecanismos de su riqueza han empezado a deteriorarse notablemente. Ni una ni otra realidad han sido casuales ni fortuitas, sino causales.

La continuidad y extensión temporal de las causas que rodean el deterioro económico de Cataluña, como consecuencia del escenario político y social, podrían conllevar que en no muchos años en Cataluña hubiese menos riqueza que en otras muchas comunidades españolas. Y, en cualquier caso, que la gran mayoría de los catalanes acabe viviendo notablemente peor.

Si esa situación se llegase a dar no me cabe duda que las emociones serían otras, y las consecuencias de las mismas podrían acabar con la ola de independentismo que nos ha traído hasta aquí (por mucho que los independentistas siguieran insistiendo con su irredento victimismo).

Bien es cierto que hay tres premisas imprescindibles. La Justicia debe impedir que se malversen caudales públicos para causas ilegales. El Estado debe ser capaz de tener estructuras suficientes en Cataluña para que no se incumplan las leyes.

Y en tercer lugar, pero lo más importante, Europa debe seguir entendiendo que sería su suicidio no cercenar cualquier esperanza del independentismo.

Con estos tres ingredientes y un largo tiempo de cocción a fuego lento, la economía de mercado y la socio economía harían el trabajo que los políticos cuando pudieron no hicieron, y ahora ya no tienen tiempo de hacer.

Estoy de acuerdo en que el diagnóstico es muy triste y las consecuencias del tratamiento profundamente desgraciadas. Pero mucho más triste y desgraciado es el sufrimiento que traerá seguir subiendo o consolidando niveles en la espiral de la injusticia de ceder a la desigualdad y a la mentira.

Si se escoge el camino equivocado de vender los derechos de todos se acabará no teniendo más remedio que saltar al vacío desde más altura, causando muchos más daños tanto a los que se quedasen como a los que se fueran.