No es extraño encontrar personas que desde una visión algo reduccionista identifican el centro político con la posición en la que uno se encuentra especialmente cómodo para eludir compromisos, guardar la equidistancia ante los problemas o abonarse a la corrección, huyendo de la pasión y la vehemencia en la defensa de sus postulados.


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Para muchos, el centro es sólo el fiel de la balanza a la hora de sopesar cuanto sucede a su alrededor; algo así como el punto de equilibrio entre posiciones antagónicas o el tono de gris que surge al mezclar el negro y el blanco en la misma proporción.

Y lo cierto es que, desde un planteamiento estrictamente racional, se comprende que haya quien opte por apuntarse de saque al centro político en el debate de la cosa pública, creyendo que no hay mejor lugar para evitar el conflicto, sin que parezca que huyes de él, que situarse en el ojo del huracán: ese lugar situado en el núcleo de la tormenta, donde en contra de lo que todo el mundo piensa y de lo que nos han contado, la calma es total.

La sorpresa surge, sin embargo, cuando más pronto que tarde se descubre la falacia que encierra esa concepción del centro político como un espacio de exquisita neutralidad. Nada más lejos de la realidad. Y si alguna relación guarda con ella, resulta tan efímera, como circunstancial.

La política, se ha dicho muchas veces, es el arte de la oportunidad, pero no debe ser jamás el arte de los oportunistas que se enredan en malabarismos imposibles para alcanzar sus metas personales, bajo el socorrido pretexto -más bien argucia- de parapetarse en una supuesta esencia centrista.

«La política es el arte de la oportunidad, pero no debe ser jamás el arte de los oportunistas que se enredan en malabarismos imposibles»

Ahí está el error y la trampa que marca la sutil diferencia. Porque una cosa es decir que se es de centro y otra bien distinta estar en el centro y moverse en él, sin perder el equilibrio, cómo se mece la burbuja de aire en el nivel de un albañil.


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El verdadero centro en política es, paradójicamente y en contra de lo que muchos creen, el espacio más difícil de ocupar y en el que más cuesta mantenerse. En el centro no mandan las ideologías, sino las ideas.

Seguir una doctrina a derecha o a izquierda es relativamente sencillo; sobre todo cuando se trata de idearios extremos, que traen consigo el correspondiente manual de instrucciones que evita pensar por uno mismo, porque alguien lo ha hecho ya por ti, estableciendo posiciones inamovibles, que acaban por convertirse en dogmas.

En ese complejo centro político -liberal y de progreso- por el que algunos transitamos, no es posible ceñirse a discursos herméticos e inapelables, desde el momento en que no se concibe la política como un fin en sí mismo, sino como un medio para alcanzar ese fin; un arma que sólo es útil si se emplea de forma responsable para defender el interés general de los ciudadanos, anteponiendo éste a cualquier veleidad personal o del partido al que perteneces.

A veces se dice injustamente que las personas de centro carecen de principios sólidos, por lo que no les resulta difícil renunciar a ellos en aras de su propia conveniencia. Y lo cierto es que, aunque esa sea la impresión que en ocasiones se proyecta -de ahí lo del ‘veletismo’ como crítica o insulto- no deja de ser una ilusión óptica meramente intelectual.

«En el centro no mandan las ideologías, sino las ideas. Seguir una doctrina a derecha o a izquierda es relativamente sencillo; sobre todo cuando se trata de idearios extremos»

Porque desde el centro, de lo que uno cambia -si es preciso y la evidencia obliga- es de opinión, lo cual no socaba lo más mínimo los principios que guían nuestras acciones y que tienen que ver con el respeto, la lealtad, o la sinceridad, entre otras cosas.

El centro es de por sí incomodo, porque nunca te permite actuar como actúan quienes viven convencidos de estar en posesión de la verdad. Y es igualmente ingrato, porque casi siempre genera incomprensión entre aquellos que no entienden que sea uno quien esté dispuesto a adaptarse a las circunstancias, sin forzar a que sean las circunstancias las que se adapten a él.


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Sin embargo es también un espacio agradecido, cuando la concepción de la política, como el arte de llegar a acuerdos con aquellos que no piensan como tú, te compensa con una enorme satisfacción personal, que resulta mayor, cuanto mayor es tu capacidad de arrinconar prejuicios y calzar los zapatos del otro, hasta alcanzar objetivos, a priori imposibles, que redundan en el bien común.

En realidad, si uno lo piensa bien, es difícil decir tanto y tan bueno de alguien, como cuando se dice de él que es una persona centrada. De la misma manera, creo que no hay mejor consejo que ofrecer a un familiar o a un amigo en momentos de tribulación, que invitarle a que se centre antes de actuar o tomar cualquier decisión.

Y el caso es que en esas estamos -en tratar de ser gente centrada y centrarnos al máximo- quienes confiamos plenamente en que, al no haber elegido el camino fácil a la hora de hacer política, quizás estemos más cerca de haber elegido el camino correcto: un camino que, equivocadamente o no, es el que nuestra conciencia nos dicta. Y con ella al fin y al cabo es con la que nos toca conciliar el sueño todas las noches.

*Daniel Pérez Calvo es diputado de Ciudadanos en las Cortes de Aragón y Coordinador autonómico de Ciudadanos Aragón