Dórico. Aragón vacío, vaciado.

Soy de autoestima permeable y principios perezosos, ante cualquier amago de adoctrinamiento lo mío es un “sí” y hago mías las culpas que me asignan. En mi calendario de Outlook salta ahora contrición por siglos de opresión a la mujer, privilegios de clase y pandemia mundial. No desmiento nada, son realidades incontestables. Podría entrar a lo de las responsabilidades pero qué pereza, así que me echo todo a la espalda. Es práctico vivir en binario: heteropatriarcado o libertad, hombre rico – hombre pobre, “de ésta saldremos más fuertes”. Ítem más, Ana Iris Simón (desperdicio de nombre si no eres vedette) despierta a moncloazo limpio una nueva dicotomía en mí, pueblo bonito versus ciudad distópica. Valiente hijoputa el que vive a menos de media hora de un Corte Inglés. Caray, vuelvo a estar en el bando equivocado.

Lo sabe Twitter,  los buenos viven en #PueblosBonitos y se saludan con ojos limpios cuando regresan de segar u ordeñar vacas. También están en Instagram, todo igual pero con botas Hunter. A mí por herencia me tocó pueblo en segundo grado pero lo repudié, es el Puerto Hurraco del pre-Pirineo y me niego. Como lo de la familia que te toca frente a la que eliges, mi pueblo no me representa. Así que estas vacaciones he buscado un lugar del Aragón vacío (“vaciado”, la culpa) en el que redimirme, pero no ha habido manera. Igual que las ciudades, los pueblos están llenos de del tipo de gente que menos tolero: personas que no son yo.

Aclaro, las urbanizaciones de Cuarte NO son pueblo, que nadie se venga arriba.

Jónico. Lina Morgan Freeman.

Regreso del desengaño rural a tiempo para recibir a Morgan, mi “hermano” irlandés. Se nombra así porque dimensiona mal, mi cariño es superficial;  no es amigo y menos hermano. Mi club de la amistad es más exclusivo que la Real Maestranza,  aforo cuatro personas.  Pasé el verano del 83 alojado con la familia de Morgan en Dublín, yo tenía doce años, él cinco. Todavía conservo un rosario tatuado en la molla lumbar de un mordisco que me dio. Exagero. Pero el nombre, Morgan, es real. Ahora muerde de otra manera: ocupa mi salón con su mujer, auto invitación para conocer mi Zaragocita (destino final Benalmádena, soy meta volante).

Surfeando la ola  (segunda de calor, quinta de covid) saco al matrimonio de tournée. El Ayuntamiento organiza visitas guiadas por la ciudad con una tal “profesora ZZ Jones” que resulta ser  hija de Ronald McDonald y una azafata de la Feria de Muestras. No pongo foto porque me comprometí a subir el nivel de la sección con imágenes de calidad. Sé que la visita es para niños pero conozco a mis invitados. Al montar en el bus la profesora Jones se presenta como “eminencia en Zaragozología”. Le sugiero dejar atrás el “ZZ” y rebautizarse como “Có!”, profesora Có! Jones. No se ríe. Morgan sí, es público agradecido porque va semi etílico 24/7. Lo recuerdo en la cocina irlandesa inspirando profundo del bote de Vim… en la hoguera de lo que fue arde lo que será.

Jónico. Mea culpa.

Por la noche Morgan y yo guerreamos. Él quiere conocer mi Zaragocita la nuit y yo hace años que no salgo en ese plan. Y en casi ninguno. A los veintipocos, cuando coincidía por ahí con alguien de “treinta y” el sujeto me parecía raro; si era cuarentón, esperpento… de mis cincuenta actuales no soltaban a nadie por los bares de la zona. Hay que saber dónde está cada cual. Morgan lo sabe: en el paraíso del alcohol barato. Ante su insistencia paso palabra a un amigo recién separado que le ve el punto a rematar el puente massieleando con dos guiris a los que no conoce de nada. Cómo descolocan los divorcios.

Por la mañana Morgan da el parte, compraron unas botellas, se las bebieron en casa del canallita y a la una y media estaban de vuelta. Miente, eran las tres y todavía no habían llegado; como buen viejo me levanté al baño. No sé si en Irlanda los señores y sus próstatas pelirrojas hacen pises urgentes por la noche, nosotros mucho, cada vez más. El hombre español mea culpa.