Andan de nuevo atribulados nuestros concejales, los que quieren ir a las procesiones y los que se lo quieren prohibir.

Recogidos los belenes y con la Semana Santa aún por llegar, activistas de viejas causas aprovechan festividades, mayores y menores, para volver con la matraca laicista. La última ha sido en Zaragoza que el martes festejaba a su patrón San Valero.


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Allí parece que los concejales pueden ceder espacios públicos a exterroristas o para apoyar a la manada de Alsasua, pero ¡nada de procesionar! Eso va contra el laicismo y la multiculturalidad, eso desune y ofende a las minorías, nos dicen; lo otro no.

Pero como esas palabras forman parte del diccionario de lo políticamente correcto y del temario de educación para la ciudadanía, pues a callar y nada de procesiones, romerías, laudes o maitines; no vaya a ser que alguien se moleste.

Pero eso, ya sabemos, no es el tema.

Asistir a una celebración religiosa no significa participar de sus creencias, ni que la institución representada imponga una fe, ni tampoco impide asistir a otras fiestas, como la del cordero musulmana o el Rosh Hashaná judío.

Ir a la iglesia, por una boda o un funeral, puede tener significado religioso si VD es creyente pero, si no lo es, también su presencia tiene sentido. Celebrar la alegría de los que se casan o compartir el duelo de los que han sufrido una pérdida son grandes motivos, y el solo acompañamiento no implica un testimonio de fe.


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Como en las fiestas religiosas patronales. En ellas, unos ciudadanos celebran de forma religiosa su fe, pero también lo hacen con motivo de un acontecimiento o personaje histórico que les une con un pasado común y les identifica como comunidad. La presencia del Ayuntamiento sencillamente significa que comparte una fiesta y su sentimiento de comunidad y de apego a su cultura.

Y éste sí que es el tema. La identificación de un pueblo con su cultura.

A mí, la verdad, no me preocupa mucho que los concejales vayan o no a misa mayor, que se pongan la banda o se la quiten. Ni creo que la Iglesia se resienta por su ausencia ni se fortalezca con su presencia. Lo que a mí me preocupa es lo que hay detrás, consciente o inconscientemente, de la bandera laicista: el estatismo y el complejo occidental.

El estatismo siempre se ha sentido amenazado por cualquier ámbito de relación y cohesión intermedio entre el Estado y el individuo, como las asociaciones civiles, la familia o la Iglesia.

Los jacobinos reprimieron el asociacionismo, el marxismo atacó a la familia y todas las revoluciones consideraron a las Iglesias como enemigas, precisamente porque crean un ámbito de valor y autoridad fuera del control del Estado. Esto pasa aquí o en China, y si no pregunten al Dalai lama.

Y luego está el complejo occidental, que invita a desprendernos de tradiciones y cultura, y a abrir mente y sociedades a otras civilizaciones, para lo que tenemos que ocultar la propia. Esto ya sí que solo pasa aquí, no en China o en Oriente.


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En la posmoderna sociedad liquida parece que podemos prescindir de nuestro acervo cultural, pero una comunidad sin cultura no existe, y cuando una cultura languidece, otras emergen.

Y que quieren que les diga, a mí me gusta la mía; sí, la occidental, la judeocristiana, la que heredamos de la filosofía griega, del derecho romano y de la religión cristiana a través de San Valero, precisamente, y tantos otros que podemos recordar.

Europa está construida sobre el ideal judeocristiano del amor al prójimo, según el cual los extraños y los íntimos merecen igual prioridad.

Nos exige respeto a la libertad de cada persona, a su soberanía y privacidad; “no es un arbitrario imperialismo cultural lo que nos lleva a valorar la filosofía y la literatura griegas, la Biblia hebrea, el derecho romano y la épica y romances medievales y enseñar estas cosas en nuestros colegios -nos dice Scruton-.

Son nuestras, exactamente en el mismo sentido en que son nuestros el ordenamiento jurídico y las instituciones políticas: forman parte de lo que nos ha hecho, y transmiten el mensaje de que está bien ser lo que somos.

Y la razón respalda estas cosas y nos dice que nuestra cultura cívica no es sólo una posesión provinciana de comunidades ensimismadas, sino un modo de vida justificado”.

¿De verdad queremos abandonar nuestra cultura?