¿Sería Ud. capaz ahora mismo de decirme tres bulos masivamente difundidos que hayan comprometido la seguridad nacional en España? ¿Podría citarme al menos dos bulos difundidos en redes que hayan puesto en jaque la lucha sanitaria contra la pandemia con riesgo cierto de pérdida de vidas?


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¿Es Ud. capaz en este momento de grave crisis sanitaria de citar un bulo que haya supuesto que el Estado haya tenido con urgencia que desviar sus recursos para combatir la mentira ante el grave riesgo de desestabilización que corría nuestra democracia?

Si los ciudadanos tenemos dificultad para contestar a estas preguntas, es más, si no somos capaces de citar ni un solo bulo difundido masiva y maliciosamente en redes que haya hecho tambalear nuestra democracia, es evidente que el único bulo al que asistimos con más enjundia que la de cualquier fake news es el propio debate de los bulos.

Un debate en el que nadie debería poner en duda que las informaciones falsas o maliciosas deban perseguirse, pero un debate en el que tajantemente se puede afirmar que, sin que esté en peligro la Seguridad Nacional o nuestra democracia, su persecución no corresponde al Gobierno sino a los jueces. En términos de salvaguarda de nuestra calidad democrática el debate no es menor.

La primera cuestión a tratar es ¿con qué soberanía -hasta hoy inexistente- se ha investido al ministro del Interior o a cualquier miembro de este Gobierno de la legitimidad necesaria para establecer qué es un bulo y qué no lo es? ¿Qué Ministerio de la Verdad, con qué normas, en qué marco legal y dotado de qué poder coercitivo?

La Constitución Española de 1978 establece nuestro derecho a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión (Artículo 20.1.d). También permite nuestra Constitución que La ley (¡La Ley!) limite el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos, así como el pleno ejercicio de sus derechos (Artículo 18.4).

¿Con qué soberanía se ha investido a cualquier miembro de este Gobierno de la legitimidad para establecer qué es un bulo y qué no lo es?

Todos tenemos garantizada constitucionalmente la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público.

Y también esa misma línea de supeditar nuestros derechos individuales al bien común solo en casos graves para el orden público ha trabajado el Parlamento Europeo, que establece estos derechos y sus límites en, entre otros cuerpos legales, el Reglamento general de protección de datos (Reglamento UE 2016/679 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 27 de abril de 2016, relativo a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de datos personales y a la libre circulación de estos datos).


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Del triunvirato que conforman la comunicación, la tecnología y el Derecho, la única realidad no cambiante, o por lo menos la más rígida es la de la comunicación.

La tecnología y el derecho son herramientas en cambio constante. Digo esto porque el Gobierno no tendría ningún amparo legal que le permitiese monitorizar bulos si la difusión de esas noticias falsas o bulos no han sido amenaza de suficiente entidad como para poner en jaque la seguridad nacional.

Menos derecho tendría aún si la tecnología existente hoy, en abril de 2020, es similar a la de hace cinco semanas, y menos legitimidad todavía si no ha habido ningún cambio Legislativo al respecto que convierta en papel mojado los principios constitucionales anteriormente citados u otros (cambio legislativo que no consta pero que en todo caso siempre sería susceptible de revisión por nuestros tribunales).

Que los bulos y las fake news enturbian nuestra convivencia y nuestra democracia es evidente. Que deben perseguirse cuando sean de calado y que sus responsables deben rendir cuentas también lo es. Además del engaño, la característica principal de los bulos es la ocultación. No sabemos quién los pone a circular, por qué autopistas de la información se fomentan.

«Además del engaño, la característica principal de los bulos es la ocultación. No sabemos quién los pone a circular, por qué autopistas de la información se fomentan»

En rigor, la ocultación y la mentira van de la mano. Por eso, y aún en la hipótesis, que no comparto, de que el Gobierno de la nación pueda ocuparse de bulos que no atenten contra la seguridad nacional o pongan en riesgo el sistema constitucional, se hace imprescindible el conocimiento público de qué listados se manejan, qué bulos se investigan, cómo se investigan, con qué criterios técnicos, con qué parámetros normativos y en qué concretas acciones gubernativas o jurisdiccionales se materializa la lucha para su desaparición.

Un sistema de diagnosis, tratamiento y cirugía lo suficientemente complejo como para que en todo momento reine la limpieza, la transparencia y se ponga con medios en conocimiento de los ciudadanos. O lo que es lo mismo, ante la lupa de la opinión pública y de los medios de comunicación. Hasta hoy asistimos atónitos al debate de los bulos.

Unos y otros ponen ejemplos de bulos en una u otra dirección. Es más, se pone el cartel de bulo a lo verdadero y de verdadero al bulo. Bulos de una u otra dirección (que las hay en muchas) pero que no nos consta ni que sean de la entidad suficiente como para ponernos en jaque como democracia ni que el Gobierno le esté dando importancia a todos por igual. Cualquier información, incluso la oficial, sumergida en el légamo del bulo.

Una de las primeras cosas que debería hacerse en esta materia en la que supuestamente los poderes públicos luchan por la verdad es que nos empezaran a tratar como lo que somos, una sociedad madura. No sabemos qué bulos se combaten de manera “oficial” y, por lo tanto, esa falta de transparencia nos impide formarnos nuestra propia opinión acerca de un hecho cierto, grave y que tenemos todo el derecho a conocer para poder valorar.


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Todo totalitarismo se ve en la necesidad de establecer ‘La Verdad’. Por eso en las democracias liberales hay que atacar la mentira sin la necesidad de establecer una verdad oficial. Los dogmas de fe y la lucha contra el relativismo tienen poco que ver con la socialdemocracia.

Es el escrupuloso respeto a la Ley, que no parece en este caso orientada al ser sino al deber ser, y que es la expresión máxima de nuestra democracia, la que debe impregnarlo todo. Solo con ese escrupuloso respeto a nuestros valores de democracia y libertad, a la separación de poderes y a la función jurisdiccional de jueces y magistrados conseguiremos que no dé mucho más miedo “La Verdad” que nos impongan que el bulo que nos traguemos.

*Víctor M. Serrano Entío es Consejero de Urbanismo y Equipamientos del Ayuntamiento de Zaragoza.