Semana de Aragón. Cada año, cada vez que llega el 23 de abril, sacudimos la cuatribarrada, o más bien la agitamos -un poco, no demasiado-, nos enfundamos la espada, nos pertrechamos tras el escudo, e imbuidos del espíritu de San Jorge -que resucita entre libros, claveles y matas de borraja- esperamos al dragón.

El animal, teñido de un verde que nada tiene que ver con la esperanza, hace años que ya no escupe fuego, sino reivindicación de lo no cumplido. Es llegar el día de nuestra autonomía y más que celebrar, lo nuestro es lamentar. Somos así.

Hilamos el discurso tejido de falsas promesas estatales, obras inconclusas y población que se pierde a chorros y entonamos el tua culpa, o sea, la culpa de otros. Nos sobran argumentos.

«Es llegar el día de nuestra autonomía y más que celebrar, lo nuestro es lamentar. Somos así»

El Canfranc, eternamente cerrado, el agua del Ebro amenazada de nuevo por el trasvase del litoral, el escaso peso de la comunidad en Madrid o un Estatuto, ley orgánica venida a menos, que nunca acaba de aplicarse en ese concepto, el de la bilateralidad, que seduce a los políticos de provincias tanto como espanta en los despachos de la capital del reino.

Y así cada 365 días, uno más si es bisiesto. Pero si el pasado de lo pendiente se nos atasca en un presente plañidero y victimista, ¿qué futuro construimos?. Este también es el Aragón de Goya y de Buñuel, de Amaral y de Bunbury, de López Otin y Natalio Bayo, de Agustín Sánchez Vidal o Paula Ortiz, de Jesús Maria Alemany o Luis Oro.

Aragón se crece en rojo fuego y amarillo intenso en la creación, la ciencia y la cultura. Tierra dura, pero de talento. Porque hasta la semilla más pequeña puede dar lugar al árbol más frondoso si recibe alimento. Era Julio Verne el que decía que para que algo se convierta en real, primero hay que imaginarlo. O soñarlo. Atrevámonos a hacerlo. Soñar Aragón como antes lo hicieron y lo hacen todos esos aragoneses ilustres. Sólo así cambiaremos el discurso primero y la realidad después.