El papel de la UE en la gestión de la crisis del coronavirus ha generado ríos de tinta a lo largo de estos últimos meses. En los inicios de la pandemia, la UE se mostró falta de reflejos, y ofreció una pobre imagen en varios frentes.

La caótica imagen en el proceso de reintroducción de controles en las fronteras interiores, así como el bochornoso espectáculo provocado por el ya clásico enfrentamiento entre el norte y el sur sobre cómo hacer frente a los efectos económicos de esta crisis, constituyeron el origen del enfado de muchos ciudadanos.

Un enfado dividido entre los que con impotencia observaban como la UE no alcanzaba lo suficiente para hacer frente a un reto de estas dimensiones, y los que veían en esos fallos la constatación de la falta de sentido del proyecto europeo.


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La UE pasaba a estar en el punto de mira de muchos. Muchos ciudadanos se han preguntado de qué servía la Unión si no contribuía a hacer frente al mayor drama humanitario, económico y social que se estaba produciendo desde la Segunda Guerra Mundial. Se ha hablado incluso de una crisis existencial que amenaza la viabilidad del proyecto.

Este tipo de cuestionamientos no son nuevos, aunque quizá sí han venido resonando con más fuerza. La última década ha sido compleja. La crisis de deuda soberana en la zona euro, la salida del Reino Unido, así como la llamada crisis de los refugiados, han establecido en la conciencia del ciudadano la sensación de que la UE vive instalada en una permanente crisis. Crisis derivadas de sus dificultades para dar solución a problemas comunes.

Es cierto que la UE se ha encontrado con problemas para dar solución a retos comunes. Pero también es cierto que muchos de ellos se derivan de deficiencias en su arquitectura institucional. La UE es un proyecto en construcción. Y muchas de sus debilidades vienen provocadas precisamente por su incapacidad de acción en determinados ámbitos. En medio de esta pandemia, muchos europeos se sorprendían al descubrir que las competencias de la UE en materia de salud son prácticamente inexistentes.

Además, los europeos mantenemos unas expectativas y un nivel de exigencia muy elevado con respecto a la UE. Confiamos en que Bruselas nos traiga soluciones. El problema es que a veces esas exigencias superan la capacidad de acción de sus instituciones.

«En medio de esta pandemia, muchos europeos se sorprendían al descubrir que las competencias de la UE en materia de salud son prácticamente inexistentes»

En algunas materias, esa capacidad de reacción queda supeditada a que 27 gobiernos de 27 países alcancen acuerdos por unanimidad. Esto nunca resulta sencillo. A nadie se le escapa que, en los últimos tiempos, egoísmos nacionales se han llevado por delante en algunas ocasiones esa solidaridad sobre la que se fundamenta el proyecto europeo.

Los 70 años de historia de la UE nos dejan alguna lección. Este proyecto se ha construido desde su origen a golpe de crisis. La integración europea surgió en origen como medio disruptivo a través del cual hacer frente a las consecuencias de dos guerras mundiales que habían asolado el continente europeo.

Su historia está llena obstáculos y dificultades. Algunas de ellas existenciales, como la dificultosa ratificación del Tratado de Maastrich o el rechazo a la Constitución Europea. Han sido muchas crisis, y todas ellas aderezadas con mensajes apocalípticos que anunciaban el inminente fin de la UE.

Un vistazo atrás nos muestra algo. La UE siempre termina reaccionando. Sus socios siempre han llegado a la conclusión, tras arduos debates y eternas discusiones, de que merece la pena mirar hacia delante y remar unidos. Es como si necesitásemos recibir golpes para darnos cuenta de la realidad que nos rodea, y constatar la imperante necesidad de trabajar en bloque para hacer frente a los retos globales.

La respuesta a las crisis siempre ha terminado llegando en forma de una mayor integración y una mayor solidaridad. No se han dado pasos atrás. Jean Monnet dijo: “Europa se hará en las crisis y será la suma de las soluciones que a esas crisis se den”. Y en ese camino estamos inmersos.

«Un vistazo atrás nos muestra algo. La UE siempre termina reaccionando. Sus socios siempre han llegado a la conclusión de que merece la pena mirar hacia delante y remar unidos»

El plan de recuperación propuesta por la Comisión Europea el pasado 27 de mayo, en línea con los planteamientos defendidos por el Parlamento Europeo, perfila un nuevo tiempo, una nueva Europa. Pretende movilizar casi 2 billones de euros. Gran parte de este dinero irá destinado a subvenciones a fondo perdido. Un plan dispuesto a ayudar de manera especial a aquellos países, como España, que más han sufrido los estragos de esta pandemia.

Pero es que además ese plan trae un salto cualitativo en lo que respecta a la solidaridad. Los recursos del llamado fondo de recuperación continental se recaudarán a través de una emisión de deuda gestionada por la Comisión, con el respaldo del presupuesto comunitario, y por tanto de los Estados miembros. Se trata de una emisión de deuda europea. Hasta no hace poco, esto parecía una entelequia defendida únicamente por los más fervientes federalistas europeos.


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El plan debe ser debatido y aprobado por el Consejo. Un obstáculo importante que seguro que traerá algún que otro rifirrafe entre los gobiernos de los Estados miembros. Pero no tengo duda de que la propuesta que salga adelante, consolidará un nuevo nivel de integración en el complejo proyecto de construcción europea. La UE se ha ido forjando en la crisis, y este será un ejemplo más. 

La UE no es un capricho de idealistas. No es una idea naif de soñadores. Es un proyecto esencial para el futuro de nuestro continente. Los próximos años estarán llenos de retos que traspasan nuestras fronteras nacionales: la revolución digital, la guerra comercial global, el cambio climático, los retos de seguridad, la migración, etc.

Esta dramática pandemia también es una clara muestra. Se abre un nuevo tablero geopolítico en el que la UE debe jugar como actor único para competir con otros gigantes. Cualquier país que pretenda hacer frente a estos retos en solitario está condenado a la irrelevancia.

La UE no será la panacea que resuelva todos nuestros males, pero sí es el mejor instrumento para hacer frente a los retos globales.  Debemos ser exigentes y críticos a la hora de evaluar si la UE gestiona de forma eficaz y eficiente sus políticas.

Pero también debemos ser justos y ecuánimes. Hoy abunda un discurso que desacredita y deslegitima de forma sistemática el proyecto europeo. Esa retórica cabalga a hombros de un populismo y un nacionalismo que en nada encarnan la solución ni a los problemas presentes ni a los desafíos del futuro.

Con sus luces y sus sombras, la UE ha hecho posible el mayor espacio de paz, libertad, derechos humanos y progreso económico y social. La UE es presente, pero sobre todo es la llave de nuestro futuro.