Con motivo de la celebración el pasado día 1 de mayo del día del trabajador, me dio por pensar, no solo en todos los trabajadores que, como consecuencia de la pandemia, han perdido o van a perder el empleo, no solo en quienes desempeñan labores esenciales para que los demás podamos seguir confinados, no solo en quienes dedican sus días a salvar vidas.


Publicidad


Sino también en cómo será nuestro trabajo cuando volvamos a eso que llaman ‘nueva normalidad’, que yo, personalmente, no entiendo porque si volvemos a algo, no podemos volver a algo que es nuevo.

Pero disquisiciones lingüísticas aparte, me pregunto qué va a cambiar en nuestro entorno laboral a partir de ahora, cómo afrontaremos la vuelta, si nos volveremos más escrupulosos, si seremos capaces de abrazar a nuestros compañeros cuando nos reencontremos. Y lo más importante: ¿estamos preparados para volver?

Hace poco leí un artículo sobre el denominado ‘síndrome de la cabaña’, que da nombre a la reacción de aquellos que, tras la llegada de la famosa desescalada, optan por no salir de casa. Los motivos pueden ser diversos: miedo al contagio, ansiedad ante el inminente regreso de la agotadora “antigua normalidad”, descubrimiento de los pequeños placeres de una vida en el hogar…

Nuestro hogar se ha convertido en refugio, rezaba el artículo, y yo añado que, ahora que se nos permite salir un rato a estirar las piernas, hay quienes sienten la misma incertidumbre que un pajarillo a punto de abandonar el nido.

Muchos eran los que pensaban que más que en un piso vivían en un hotel porque apenas pasaban por casa para dormir, muchos eran los que se echaban a las calles porque la casa se les caía encima -o por si se caía, no les fuera a coger dentro-, y puede que, ahora, muchos de ellos hayan descubierto, dentro de esas cuatro paredes, un mundo nuevo y fascinante, alejado de compromisos sociales, del permanente sentimiento de culpa por haberse perdido, pese a vivir en la capital del ocio, esa exposición, obra de teatro o película que tanto les habían recomendado, y de la constante sensación de llegar siempre tarde.

«El denominado ‘síndrome de la cabaña’ da nombre a la reacción de aquellos que, tras la llegada de la famosa desescalada, optan por no salir de casa»

Puede que este frenazo en nuestras ajetreadas vidas nos haya descubierto que una manera de vivir más sosegada es posible y no estemos dispuestos a abandonarla.

Alguien decía hace poco, recordando a Sabina, que nos han robado el mes de abril. Yo hago la lectura contraria: nos han regalado el mes de abril. Bien es verdad que habrá casos en que, por distintos motivos, el no poder salir de casa será semejante a una condena, pero a quienes hemos tenido la fortuna de que no nos golpeasen de lleno la pandemia ni sus consecuencias y podemos considerarnos privilegiados, nos han regalado el mes de abril.

Y nos lo han regalado en forma de tiempo para retomar hobbies que teníamos abandonados (pintar, leer, escribir, hacer punto, cocinar, el bricolaje, la jardinería, etc.), para disfrutar de nosotros mismos y de quienes tenemos al lado -que, en nuestra frenética rutina suelen ser los que más sufren nuestra falta de atención- y, en definitiva, para valorar las pequeñas cosas que nos ofrece la vida, que son, a su vez, las más importantes.

Por lo pronto, y sin conocer todavía cuándo y cómo podremos ir a la playa, todo apunta a que este verano volveremos al pueblo, a los orígenes, al veraneo tradicional, cerca de casa, sin pretensiones, al descanso -porque, a veces, nos vamos de vacaciones a la otra punta del mundo y volvemos más cansados de lo que nos hemos ido-, a dejarnos maravillar por el trino de los pájaros, a respirar lejos de la contaminación a la que están acostumbrados nuestros pulmones…

Pero, cuando todo esto pase, ¿seremos capaces de mantener ese sosiego o volveremos al bucle de quehaceres infinitos? Ya se sabe que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra…