Start up nation es el apodo con el que se reconoce a Israel desde que hace unos años se publicara el bestseller homónimo que analizaba el éxito de su ecosistema empresarial e investigador.

Con un carácter de estudio funcionalista y divulgador -tan propio de muchos enfoques anglosajones, como Por qué fracasan los países-, los autores radican este éxito en dos principales factores: el servicio militar y la inmigración.


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El primer sistema aportaría a los ciudadanos habilidades y contactos prácticos para la competición empresarial; el segundo, el sentimiento de la página en blanco que una persona siente al comenzar su nueva vida, en un país construido por inmigrantes.

Pero podría existir un ethos, sin la pretensión, pero con la mente puesta en La ética protestante y el espíritu del capitalismo que Weber aplicaba con fundamento religioso, que ayude a sustentar esta realidad.

Al fin y al cabo, el sentido de responsabilidad socioeconómica y política individual que construye este trasfondo de la sociedad israelí parece sobrevolar también en las actitudes de sociedades de otros países con semejanzas este país, aislados, independientes, con una historia compleja de reconstrucción y resiliencia. Aunque en el entorno internacional cada caso es único, y no suele ser muy realista establecer tipologías absolutas, existen casos semejantes.

La República de Armenia guarda una similitud clara. Sus historias comunes comparten narraciones sobre resistencia y reinvención, que forjan un sentimiento nacionalista de dependencia exclusiva de sus propias capacidades. Sus grandes traumas, ambos genocidios, han reafirmado la sensación -geopolítica e históricamente real- de pueblos atacados y rodeados, contando además con apoyos muy puntuales o ambiguos. Más que Rusia o Estados Unidos como aliados, son sus diásporas las que reafirman una percepción de unión nacional -étnica en el caso armenio, cultural en el israelí-.

«El sentido de responsabilidad socioeconómica y política individual construye este trasfondo de la sociedad israelí»

Comparten su estado de guerra continuo, o riesgo de escalada, que los ciudadanos ven muy cerca, con la tensión que facilita haberlo vivido de primera mano tras el mencionado servicio militar.

La interdependencia comunitaria y la responsabilidad de cada uno sobre su propio futuro es palpable en sus actitudes. Sí, una ‘actitud nacional’ particular en sociedades complejas puede parecer una afirmación subjetiva, pero la tasa de emprendedores y autoempleo es objetiva; las coincidencias en los discursos de los principales partidos políticos de sus espectros parlamentarios -así como de sus diferentes comunidades religiosas en Israel- también. Y lo mismo sucede al analizar la percepción de las instituciones y los gobiernos por sus ciudadanos.

Encontraríamos una perspectiva antagónica a la idea del Estado como último garante, ajeno al individuo, y propietario de las responsabilidades últimas, avalista de la resolución de todos los problemas particulares. Se contrapone la aportación individual a una comunidad limitada, unida y conocida, frente a la dependencia y sensación de seguridad por la sujeción a un gran ente, difuso y omnipotente.

Esta aparente unidad, facilitada por el mantenimiento de sentimiento de nación como comunidad que la mayoría de occidente ha dejado atrás, crearía una percepción de mayor conocimiento de las capacidades reales de las estructuras estatales que dan forma política a su sociedad.


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El tamaño limitado de los Estados objeto de análisis también facilitaría esta sensación de unidad y responsabilidad, igual que consideramos a un alcalde o concejal más cercano que a un ministro.

A esta breve hipótesis se podría añadir países como Corea del Sur, Polonia, o incluso Suiza, con multitud de matices, especialmente basadas por sus ciudadanías constitucionales, alejada de corrientes étnico-nacionales.

«Una perspectiva antagónica a la idea del Estado como último garante, ajeno al individuo, avalista de la resolución de todos los problemas particulares»

Porque categorizar a sociedades tan complejas puede parecer simplista, y siempre habrá excepciones internas y externas. El estudio comparativo internacional asume este margen de error, pero la actitud de cada sociedad ante una realidad como la actual llama a una reflexión, en la que no pueden obviarse este tipo de análisis.

Así, quizá esta aseveración de la capacidad de cada Estado y el nivel de responsabilidad individual para con él podría sentar la base del desconcierto que sufren los ciudadanos de tantos Estados en un momento de crisis y reparto de culpas como el actual. Incluida España.

El descontrol que ha provocado el virus dejado a la luz las verdaderas estructuras de nuestras instituciones estatales, mostrando que, efectivamente, no son entidades superiores omnipotentes a la que ceder -y reclamar antes que aportar, cualidad trasversal a la “generación snowflake”– toda la protección.

La Unión Europea, la OMS, o incluso la ONU, han facilitado, además, alimentar la fantasía de la construcción de más actores todavía superiores al Estado a los que, hasta los gobiernos nacionales -que no son sino un muestreo de la sociedad que gobiernan- puedan remitir estas responsabilidades. Facilitando siempre que el ciudadano vea difuminada su responsabilidad individual: más objetivos para el reparto de cargas frente a la resolución particular.

Quizá la actual sensación de infantilización radique en esta difusión de responsabilidades, facilitando la reconstrucción de una jerarquía padre-hijo que tan a la ligera muchos ciudadanos asumen con naturalidad.

Pero, hasta nuevo aviso, un Estado realmente democrático no deja de ser cada uno de sus ciudadanos, y no solo para la elección de sus gobernantes. Las capacidades finales de estas estructuras sociales están determinadas por cómo sus partes las comprenden, y los deberes que con ellas asumen.

*Álvaro Antonio Couceiro Farjas. Sociólogo, miembro de la junta de gobierno del Ilustre Colegio Nacional de Doctores y Licenciados en Ciencias Políticas y Sociología