Acabo de pasar la Semana Santa. Yo sé lo que me digo. Me deprime tanto que ni ganas de planificar un exilio me da. He leído por ahí que el incienso da cáncer; en mi periódico hemos contado que dormir mucho o poco empeora o mejora ciertos tipos de cáncer; a mí, por lo pronto, el olor a incienso y las tallas de la Pasión me entristecen. Si lo de Cassandra era delito y no comedia, apenar los días de sol también debería tener culpables.

Al menos la semana pasada tocó una improvisada reunión de amigos. Es verdad que nos vemos poco: la segunda mitad de la veintena es para despedirse y para aprender que las mentiras tienen consecuencias. Por lo pronto, a mí me alegró decirle “hasta pronto” a una amiga que para reengancharse a esta santa profesión del periodismo le toca volver a casa.

Brindamos en un bar al que no volvía desde hacía justo dos años y que está al lado de la redacción en la que empecé a tallarme. “¿Cómo seremos dentro de otros dos años?”. “Ahí está la gracia” (supongo). Yo intenté normalizar esas cervezas pero me juré que, mientras pueda, no volveré a esa terraza.

Hacerme viejo me está destilando demasiado las ilusiones. Pero, joder, no sé qué me pasa con la primavera que me alegra la vida y me gusta porque no puedo evitarlo. Parezco una canción de Perales. Yo creo que incluso cuando voy paseando solo tengo más cara de gilipollas.

Serán las histaminas que me bloqueo con doble ración de fármacos cada mañana. Hace poco hicimos un viaje por carretera, yo iba congestionado y un amigo me dijo que aquella chica era magnífica y que no debería dejarla ir; ella, en cambio, decidió pasar directamente a epílogo. En fin, que, para algo están los antihistamínicos los colegas, las canciones y la cerveza.