Son tiempos extraños para quienes no hemos vivido una guerra ni cataclismos fuera del ámbito personal, para quienes la Dictadura de Franco no es más que un leve recuerdo de infancia por haber crecido y madurado en democracia.


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O al menos, en esta forma imperfecta de democracia que tenemos en España, donde el Poder Ejecutivo extiende sus tentáculos para controlar al Poder Judicial y el Poder Legislativo, esas Cortes Generales que formalmente representan al pueblo español, lleva décadas dominado por la partitocracia, una forma de pensamiento único y de culto al líder que poco o nada tiene que ver con la democracia.

Nuestra normalidad, sin embargo, es vivir en libertad: libertad de circulación, de expresión, de comunicación, ideológica, religiosa y sexual, entre otras.

La declaración del estado de alarma nos ha privado, por primera vez en nuestras vidas, del derecho fundamental de libre circulación o, más bien, me atrevería a decir que los ciudadanos hemos consentido, más o menos voluntariamente, en auto imponernos esa obligación en un ejercicio de responsabilidad colectiva, como contribución personal a la causa de frenar la propagación del maldito bicho y evitar el colapso de nuestro sistema sanitario.

No nos engañemos, no nos han limitado la libre circulación, nos han suspendido ese derecho, algo que no puede hacer el Gobierno mediante la declaración del estado de alarma mediante un simple acuerdo del Consejo de Ministros, sino que precisa de la declaración del estado de excepción, previa autorización del Congreso.

«No nos han limitado la libre circulación, nos han suspendido ese derecho, algo que no puede hacer el Gobierno mediante la declaración del estado de alarma»

Estamos por tanto ante una flagrante vulneración de los artículos 55 y 116 de nuestra Constitución y de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.

Mientras la suspensión de la libre circulación es un hecho, la sociedad española asiste impertérrita al intento del Gobierno de cercenar otras libertades fundamentales consagradas en el artículo 20 de nuestra Constitución, como son la libertad de expresión y de comunicación, con la excusa de luchar contra los bulos.

¿Hay que luchar contra los bulos? Naturalmente, y es responsabilidad de todos, empezando por el ejercicio personal de leer dos veces y contrastar en varias fuentes las burradas que recibimos diariamente por WhatsApp o leemos en Twitter.

Pero enarbolar la bandera del miedo y ofrecer seguridad, han sido históricamente recursos exitosos de dictadores de todo pelo para acabar con las libertades: seguridad a cambio de libertad.


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El vergonzoso intento al que hemos asistido esta semana por parte del CIS, de pastorear a una opinión pública aborregada hacia la opción de una única verdad oficial -el templo de la verdad sobre el COVID-19-, debería ponernos en alerta, especialmente por provenir de un Gobierno cuyo Vicepresidente segundo ha manifestado reiteradamente su fobia a los medios de comunicación privados. 

Ya saben, focos de discrepancia con el discurso oficial. Sin medios de comunicación privados, solo habrá pensamiento único.

A los que aún se debaten en su fuero interno sobre si es preferible renunciar a ciertas libertades para gozar de mayor seguridad, les pediría que vuelvan los ojos atrás hacia la más reciente Historia de España. La última vez que un Caudillo prometió paz y seguridad a cambio de libertad, sufrimos cuarenta años de Dictadura.

*Valle García de Novales es abogada