El señor Miguel Ánchel Barcos, responsable de la Ofizina de la Lengua Aragonesa ha tenido la amabilidad y la paciencia de responder largamente, con abundancia de datos y consideraciones, a mi artículo ‘Qué prioridades tan raras’, publicado en este periódico.

En el artículo, yo cuestionaba las distintas iniciativas de política lingüística llevadas a cabo por el Ayuntamiento de Zaragoza, y entre ellas la rotulación de calles en aragonés o la propia existencia de esa ‘Ofizina”.

Me complace por un lado que mi interlocutor -y lo llamo interlocutor puesto que todo su artículo es una réplica a los argumentos y/o dudas que yo planteaba- tenga esa dedicación concreta, puesto que eso eleva el nivel del debate, llenando con sus conocimientos sobre la materia mis lagunas y perplejidades de ciudadano indocto.


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Pero créame, precisamente por ello, que me desagrada tener que hablar de un tema que siempre ha sido de mal gusto mencionar, que es el del dinero.

Porque tengo la incómoda sensación de que el señor Barcos, al margen de sus convicciones, dignisimas, puede estar además defendiendo su nómina, que es, por supuesto, tan digna o más que sus convicciones.

Esos 3,5 céntimos de euros por habitante y año… Salvo que trabaje gratis, lo que sería toda una sorpresa. Hubiera preferido, y lo digo con absoluta sinceridad, que mi interlocutor fuera un simple diletante, sin interés material en la cuestión, para poder obviarla.

Acierta plenamente el señor Barcos al suponer que para mí sería excesiva o innecesaria cualquier cantidad o actividad que el Ayuntamiento de Zaragoza destinara a la promoción del idioma aragonés (pero no así otras cuestiones sobre las que conjetura) y ello por las razones que ya apuntaba en mi anterior artículo.

Que haya en Zaragoza 5.000 personas que conozcan el aragonés no implica que sea su lengua de comunicación habitual, por la sencilla razón de que a lo largo del día es altamente improbable que encuentren con quien hablarla, salvo en el estricto ámbito familiar.

«Es excesivo o innecesario cualquier cantidad o actividad que el Ayuntamiento de Zaragoza destinara a la promoción del idioma aragonés»

Mi experiencia personal como vecino de esta ciudad con una edad ya provecta es que jamás he oído a nadie hablar en aragonés en Zaragoza, mientras que sí he oído inglés, francés, italiano, portugués, rumano, árabe, chino u otros idiomas que no he sabido identificar.

Ver, por tanto, como hemos tenido ocasión de ver, cartelería municipal en aragonés en los autobuses de la ciudad sobre, por ejemplo, el comercio de proximidad, me llena de perplejidad, porque es evidente que su objetivo no es informar sino promover el aragonés, en una población en la que más del 99% de los habitantes no lo hablan. Un absurdo desde todos los puntos de vista.

Apelar a la dimensión cultural de esa promoción lingüística es tan irrelevante (o tan importante, según se mire) como promover el aprendizaje de las matemáticas, la gastronomía o la fotografía.

Todo es cultura, y no creo que el aragonés sea más importante para un zaragozano (desde el estricto punto de vista cultural) que la contabilidad, la dietética o el bricolaje.


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Desde ese punto de vista sería tan justificable que el Ayuntamiento promocione el aragonés como que organice cursos sobre primeros auxilios o historia del arte. Todo es cultura, insisto, desde el álgebra lineal a la microbiología, la música o el ganchillo.

Los idiomas, al margen de su dimensión cultural, son ante todo instrumentos de comunicación, y lamentablemente para los amantes (o aficionados) del aragonés, su utilidad es hoy la misma que el trillo, el arado romano o el candil, más bien escasa, o directamente nula. Es así y así hay que reconocerlo.

Ha pasado antes con muchas otras lenguas hoy desaparecidas. Yo puedo asegurar que no siento ningún tipo de nostalgia porque se use el arado de vertedera en lugar del arado romano. Hay quien lo invoca (al aragonés) como seña de identidad y tiene mi respeto, pero cada uno se busca las suyas propias, sin que sea función de las administraciones públicas elegirlas, promoverlas o asignarlas. Mi identidad me la construyo yo.

«La utilidad del aragonés es hoy la misma que el trillo, el arado romano o el candil, más bien escasa, o directamente nula»

Afortunadamente no creo que el aragonés llegue a alcanzar jamás la dimensión identitaria, ni sobre todo llegue a ser utilizado con los propósitos políticos con que lo son otras lenguas en territorios vecinos. Ni creo que sea el propósito de quienes lo promueven. Serían unos ingenuos si tal cosa pretendieran. Pero si alguna vez sospechara que ese era su propósito, me tendrían enfrente.

Conocido el carácter marginal del aragonés y su evolución, respeto y aplaudo a quienes se afanen en conservarlo, con su dinero y su esfuerzo, y puedo entender que sea objeto de atención académica o literaria: debe serlo, por supuesto. Nada que objetar al respecto.

Pero no sé si debe ser objeto de políticas lingüísticas específicas. Y enfatizo el “no sé”, porque sinceramente tengo mis reservas sobre la conveniencia, necesidad u oportunidad de las políticas lingüísticas. Pero de lo que estoy seguro es que si debe haberlas, éstas no son de ningún modo competencia municipal.


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Como, por cierto, muchas otras de las que el Ayuntamiento debería desprenderse por una simple cuestión de clarificación competencial y eficiencia económica. Porque, hablando claro, no todas las administraciones deben hacer de todo, ni podemos pagarlo.

Ni he tenido responsabilidades de gestión en el Ayuntamiento ni es previsible que llegue a tenerlas jamás, pero tenga por seguro el señor Barcos que si eso llegara a suceder, una de mis primeras decisiones sería cerrar esa Ofizina de la Lengua Aragonesa, dicho sea sin animadversión de ninguna clase o falta de sensibilidad cultural, que la tengo, no lo dude, sino por las razones que ya le he expuesto.

Me cuesta entender que el Ayuntamiento de mi ciudad emplee recursos materiales y humanos en esas cuestiones y no refuerce, por ejemplo, el área de Urbanismo y agilice la concesión de las licencias de actividad, que tienen un indudable impacto económico y sobre la vida cotidiana y los intereses de miles de personas.

Por poner sólo un ejemplo de las prioridades a las que yo prestaría más atención y asignaría más recursos. Pero ese es otro debate.