El pasado día 6 de septiembre publicaba este periódico el artículo de opinión ‘Qué prioridades tan raras’, firmado por el señor Julio Calvo en el que se refiere a la actual política de promoción de la lengua aragonesa que desarrolla el Ayuntamiento de Zaragoza y su Ofizina de Lengua Aragonesa.

Quisiera, para comenzar, trasladar al señor Calvo mi más sincero respeto hacia sus opiniones y aportarle a él, y a todos los lectores, alguna matización y datos que quizá ayuden a esclarecer alguna de las dudas que siembra su escrito.

En primer lugar desearía centrarme en el término «prioridad» del que hace uso el autor para enmarcar su disertación.


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El Ayuntamiento de Zaragoza ha destinado al fin objeto de debate un 0’0033 % de su presupuesto para 2018, o dicho de otra forma 3’5 céntimos de euro por habitante y año. Calificar tamaño esfuerzo presupuestario como una “prioridad” y “urgencia” de las políticas e inversiones municipales parece, a mi humilde modo de ver, bastante osado.

Sin embargo debo admitir, como así parecen transmitir sus líneas, que al señor Calvo cualquier cantidad le pareciera excesiva e innecesaria.

El hilo argumental que desarrolla el artículo parte del hecho de la colocación de placas en 16 calles de la margen izquierda de Zaragoza en las que se adosa al nombre oficial, como se recoge en el nomenclátor zaragozano, la denominación autóctona del topónimo aragonés al que evocan.

Sin ánimo de resultar reiterativo me refiero a denominaciones de vías como Val de Chistau (Valle de Gistaín) o Punta de Treserols (Monte Perdido), de la misma forma que Penya Uruel (Peña Oroel) a la que cita textualmente, señalando a propósito de éste último topónimo su sorpresa por tal denominación.

«El Ayuntamiento de Zaragoza ha destinado un 0’0033 % de su presupuesto para 2018, o dicho de otra forma, 3’5 céntimos de euro por habitante y año»

Sirva sólo como ejemplo el término tradicional de ‘soduruel’ (textualmente bajo Oroel) a la pequeña comarca de lugares como Botaya, al pie de la peña. Sin embargo debo admitir, como así parecen transmitir sus líneas, que al señor Calvo cualquier término extraño al castellano le pareciera excesiva e innecesaria.

Realiza igualmente el señor Calvo una lícita defensa de la denominación «español» para la lengua castellana, acertando a mi juicio en que así es como es conocida internacionalmente, si bien no puedo compartir su percepción sobre la denominación “en los lugares donde se habla”, al menos en lo que se circunscribe al estado español, donde bajo mi punto de vista es más reconocible como castellano.

Obvio es que así la contempla nuestra norma suprema, la Constitución de 1978, donde establece que “el castellano es la lengua oficial de España”, quizá salvaguardando así algún que otro factor extralingüístico para todos los españoles que no tienen (tenemos) el castellano como lengua materna.

Sin embargo debo admitir, como así parecen transmitir sus líneas, que al señor Calvo cualquier denominación ajena a español le pareciera excesiva e innecesaria. Honra al señor Calvo reconocer su desconocimiento acerca de la existencia, o no, de la lengua aragonesa.

No debe ser ésto objeto de crítica, pues aún incluso los hablantes patrimoniales de aragonés hemos presentado esta misma duda.

Los motivos son aplastantes, a nadie se nos enseñó desde la escuela tal realidad, ningún medio informativo o cultural de prestigio se ha hecho altavoz de manera regular de dar voz y relieve a nuestra lengua. En pleno siglo XXI, y en el marco de la Unión Europea, podemos otorgarnos el triste título de ser una lengua en la que en torno al 80% de sus hablantes son analfabetos.

Sin solución de continuidad reconoce acto seguido en su disertación la existencia de diversas “variedades dialectales” de uso en la zona norte de Huesca. La pregunta es obvia, ¿a qué sistema lingüístico adjudicamos la filiación de dichas variedades?

La respuesta es, para la inmensa mayoría de la comunidad científica, al aragonés. Al mismo aragonés que se individualizó como lengua al unísono del resto de lenguas latinas peninsulares a partir del siglo VIII, al mismo aragonés lengua de la Cancillería del reino y Corona de Aragón, junto con la lengua catalana, en que fueron redactados todo tipo de fueros, pleitos, decretos, ordenanzas, incluidos claro está, los de la ciudad de Zaragoza.


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El mismo aragonés que desde el siglo XVI fue relegado a lengua del pueblo, ágrafa, al que la aculturación por parte de la más prestigiosa lengua y cultura castellana relegó a las zonas de montaña del norte de Aragón.

De la misma forma arremete el señor Calvo al, lento e inacabado, proceso de normativización del aragonés, apelando a su concepción como “aragonés batúa”, aclaración debida es que la palabra “batúa” viene a referirse al vascuence “unido”.

«Podemos otorgarnos el triste título de ser una lengua en la que en torno al 80% de sus hablantes son analfabetos»

Ignora posiblemente el lector que el “castellano batúa”, si admitimos tal denominación al castellano normativo que aprendemos en los centros escolares, también fue pues “batuesizado” por grandes eruditos como Nebrija o sobre todo por la Escuela de Traductores de Toledo, parece ser que en agria disputa con la homónima de Sevilla, acerca de la forma de pronunciar y representar gráficamente las diversas y ricas formas de expresarse en lengua castellana.


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Sin embargo debo admitir, como así parecen transmitir sus líneas, que al señor Calvo cualquier argumentación extraña a su concepción de lengua normativa le pareciera excesiva e innecesaria.

Cuestiona así mismo el señor Calvo la pertinencia de promover en Zaragoza el cultivo y estudio del aragonés, en una ciudad en la que prácticamente nadie habla dicha lengua y donde debió dejar de ser de uso de modo escrito en torno a los albores del siglo XVI. Y en modo hablado podríamos aventurar a lo largo de esa misma centuria.

Sin entrar en los motivos por los que ocurrieron estas cuitas, permítaseme aportar datos contrastables del censo oficial de población y viviendas de 2011, según los cuales alrededor de 7.000 personas en la ciudad de Zaragoza declaran hablar o conocer el aragonés y otras 12.000 lo declaran por el catalán.

Un filtrado posterior de los datos sitúa en 5.000 los conocedores de aragonés en Zaragoza, cifra seguramente más cercana a la realidad.

En esta bolsa de 5.000 personas se reúnen aquellos zaragozanos y zaragozanas que la han adquirido como segunda lengua y están, sobre todo, aquellos aragoneses oriundos de zonas aragonesohablantes que migraron en busca de un mejor futuro a la capital, como el caso de mis propios ascendientes.

Para los hablantes de catalán valdría el mismo caso, no olvidemos que la zona catalanohablante de Aragón congrega más población.

Dicho sea que estos datos por sí mismos no impelen a los ayuntamientos a realizar política alguna, lo mismo que no obliga a mantener sino una biblioteca, los centros cívicos, de mayores, actuaciones educativas o así mucho más de mitad de los servicios que ofrecen las corporaciones locales a sus ciudadanos, pues ninguna de éstas son competencias propias como correctamente señala el señor Calvo.

Es pues una apuesta de sensibilidad social y cultural que unas corporaciones sustentarán y otras no, en el libre ejercicio de su compromiso público. Sin embargo debo admitir, como así parecen transmitir sus líneas, que al señor Calvo cualquier política tendente a la promoción del aragonés en Zaragoza le pareciera excesiva e innecesaria.

«Alrededor de 7.000 personas en la ciudad de Zaragoza declaran hablar o conocer el aragonés»

Empatizo totalmente con la sensibilidad que muestra el señor Calvo hacia las grandes comunidades que actualmente integran nuestra sociedad zaragozana, se refiere a la comunidad rumana, magrebí y china, nacionalidades que enriquecen el multilingüismo de nuestra ciudad.

Personalmente quisiera vivir en una ciudad que acogiera a estos nuevos aragoneses sin requerirles que renuncien a su lengua materna y que los poderes públicos aragoneses establecieran mecanismos para valorar y alfabetizar a las segundas generaciones en la lengua de sus padres y madres.

Respecto al cultivo y promoción del latín, hebreo y árabe clásico, que también cita el autor, entiendo que yerra el señor Calvo en su propósito, pues eran los propios habitantes del país para quienes bien evolucionó su lengua hacia el aragonés para el caso del latín, bien tomaron la fe judía o islámica, quizá aprendiendo hebreo o árabe en el jéder o la madrasa, pero teniendo como lengua propia y de comunicación la común del país.


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Sin embargo debo admitir, como así parecen transmitir sus líneas, que al señor Calvo cualquier política pública destinada a conseguir una sociedad multicultural en Zaragoza le pareciera excesiva e innecesaria.

Transmitir por último al señor Calvo un mensaje de tranquilidad ante su pregunta, acaso retórica, de si será el único a quien le asaltan estas dudas y preocupaciones.

Me atrevería a decir que incluso sea mayoritario su sentir contra el mío. En cualquier caso que una persona de larga e importante trayectoria municipalista reflexione sobre la res pública me parece una excelente noticia.

El intercambio de ideas y opiniones seguro vendrá a definir y en su caso reconducir nuestro común deseo de unas políticas públicas más eficaces y eficientes. En este sentido las puertas de la ‘Ofizina municipal de Lengua Aragonesa’ permanecen abiertas para cualquier intercambio de opiniones.

*Miguel Ánchel Barcos es el responsable de la ‘Ofizina de Lengua Aragonesa’ del Ayuntamiento de Zaragoza