En un estado excepcional como el que vivimos la decisión sobre si seguir o no seguir siendo quijotes es menos baladí de lo que pudiera parecer. No en vano la inmortal obra de Cervantes (posiblemente releída por unos cuantos en este confinamiento) nos sigue apelando a todos al convertir a Quijote en mito, hito y quimera en el que proyectar nuestro comportamiento patrio.


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Después de todo, el estado algo confuso y bastante fabulador en el que nos encontramos, después de dos meses largos de encierro, se parece bastante al que se debió encontrar el protagonista, Alonso Quijano, tras leerse toda aquella retahíla de novelas de caballería como si de una interminable colección de fake news en redes sociales se tratara.

Sigue, pues, sin sorprendernos que Alonso Quijano decidiera convertirse tras pasar por ese encierro en un caballero andante, más creído que real. Pero imaginemos que, si las aventuras de un solo Quijote fueron capaces de ocasionar tan disparatadas consecuencias con las que reírnos una y otra vez durante cientos de páginas, qué no podrán ocasionas cientos y miles de quijotes surgidos de las entrañas de este país confinado si las dejamos no solo campar a sus anchas sino que además las alimentamos en su delirio.

Miedo me dan todos esos caballeros de vieja estirpe, con cacerola y bandera en mano, reintegrados al patio castellano como desfacedores de entuertos que pueden más liar la salida de la crisis en pos de su fugaz gloria que encontrar la forma de deshacer el nudo gordiano para dejar atrás la pandemia.

Tendremos que apelar al sanchismo (de Sancho Panza, no confundamos) para colocar junto a cada uno de ellos a un buen samaritano panzón que les recuerde que lo que se ve enfrente son molinos trabajando por la energía sostenible y no gigantes malignos queriendo destruir la sufrida España.

Muy otra era la fábula con la que Teatro del Temple acababa de rescatar al personaje cervantino en su espectáculo Don Quijote somos todos. La función, inteligentemente escrita por José Luis Esteban y dirigida por Carlos Martín, empezaba con éxito su recorrido cuando el maldito virus la mandó por un tiempo al trastero, buscaba hacer del personaje un ser colectivo, el pueblo ejemplo de la España vacía o vaciada (que a estas alturas no tengo muy claro cuál de los dos adjetivos es más acertado).

«Si las aventuras de un solo Quijote fueron capaces de ocasionar tan disparatadas consecuencias, qué no podrán ocasionas cientos y miles de quijotes surgidos de este país confinado»

En la obra, el pueblo de cuyo nombre Cervantes no quiere acordarse al inicio de la novela, intenta apelar a su pasado buscando motivos para caminar a un cierto futuro algo más esperanzador por la presencia del turismo, ese milagro español que parece que todo lo cure como el bálsamo de Fierabrás cuando está presente y que todo lo lleve al abandono cuando desaparece en el aire cual Clavileño.

El espectáculo se presentó en el Teatro Principal de Zaragoza y había viajado con éxito por diversas localidades aragonesas y también por Galicia, Castilla y León y el País Vasco. Y allá donde iba daba testimonio de un humor bienintencionado y una bonhomía nada complaciente. Era y es una función con ganas de rodar por la sufrida piel de toro con un mensaje para el reencuentro más que para la confrontación desquiciada. Y volverá a rodar en cuanto sea factible porque saludable ya lo es.

Era una obra, en todo caso, que reivindicaba la España interior, rural y deshabitada, que estaba justo antes del estado de alarma con sus tractores quijotando por las avenidas de nuestras ciudades, para reclamar que, pese a todo, sigue existiendo y quiere hablar.

Esa España del pueblo que todos llevamos dentro, al menos, en nuestros recuerdos. Esa España que ha sufrido suerte desigual quedando algunas localidades inmunes y otras, sin embargo, contagiadas en exceso según los urbanitas les llevamos, más o menos, el virus al huir de la ciudad.

Esa España que ahora se presenta, para este verano y más allá, como el paraíso desvelado que no queríamos ver. Un lugar donde su espacio vacío y su lejanía de la urbe se convierte ahora en virtud para el futuro.

Por todo esto es normal que mientras reinterpretamos a Quijote debamos hacer como Hamlet y preguntarnos si queremos ser o no ser él. Pensemos que ante la duda siempre nos queda la certeza del original, del imperecedero Quijote cervantino, que le dice a su amigo Sancho y con él a todos nosotros:

“Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca.”

*Alfonso Plou es dramaturgo, docente, miembro fundador de Teatro del Temple, socio y gestor de Teatro de las Esquinas.