Somos una sociedad confundida. Nosotros, los españoles. No sólo nosotros. Pero que esa confusión sea tan común y extendida en otras sociedades no me consuela.

Es un ejercicio levemente gracioso e intensamente irritante comprobar cómo lo menor se abre paso con naturaleza de aparente tragedia, mientras lo mayor resulta devastado por el imperio del ninguneo y la ignorancia.


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Es verdad que en gran medida somos lo que somos como consecuencia de lo que nos cuentan. Es cierto que lo público y lo publicado habitualmente se confunden bien mezclados, agitados o fundidos por intereses bastardos y nauseabundos. Pero no es suficiente excusa.

Llevamos demasiado tiempo con la cara aplastada y el rictus de la boca torcido bajo la bota de la mentira política y la apariencia periodística como para que esto nos coja por sorpresa. Así que asumamos que nos da igual o no nos importa lo suficiente, pero no culpemos al empedrado.

Que los políticos usurpen universidades, inventen perfiles, no rechacen un máster regalado, se defiendan con los mismos ridículos argumentos, acepten un bochornoso cum laude sin avergonzarse, plagien tesis, denuncien a los que les pillan o cesen disimuladamente a los colegas de fechoría para enmascarar sus conductas equivalentes no es relevante en absoluto.

Es una simple consecuencia de la gravísima estafa del más alto nivel que nos aplican en sesión continua.

«Es irritante comprobar cómo lo menor se abre paso con naturaleza de tragedia, mientras lo mayor resulta devastado por el imperio del ninguneo»

Indignarse por ello resulta tan ridículo, y casi tan patético, como sería escandalizarse porque el arma blanca con el que ritualmente apuñalan nuestra supuesta democracia fuera de vulgar acero corroído en vez de reluciente inoxidable.

Sí, amigos, lamento comunicarles que un máster o una tesis son como el cacahuete y el panchito de la orgía del robo ético con que nos envuelven. La más levísima mentira de sus demoledoras y transversales tablas de la ley política ante la sociedad confundida que somos.


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Desde su escala de valores, de no valores, no encuentran ninguna razón para cambiar de conducta porque sus actuaciones como trileros siguen siendo rentables y están perfectamente resguardadas bajo la coartada de convocamos cada mucho a votar sobre casi nada verdaderamente importante.

Seguimos, siguen ustedes, votando sin elegir absolutamente nada esencial.

«Sí, amigos, lamento comunicarles que un máster o una tesis son como el cacahuete y el panchito de la orgía del robo ético con que nos envuelven»

Me encanta el teatro. Disfruto como espectador y me relamo tras cada representación a la que asisto. Pero no se me ocurre sentirme parte del elenco.

Si nos encanta la ficción, si queremos sentir la emoción de lo que realmente no es pero realmente parece, ¿por qué no rebuscamos entre libros y dramaturgos, para alejarnos saludablemente de politicastros y periodicuchos?

Si el cambio nos resulta demasiado brusco, quizás podamos empezar por lo segundo (alejarnos de ellos) y liberar energías e ilusiones para cualquier cosa cercana y gustosa, sea la primera (el teatro de verdad) u otra más su agrado.

Suerte con el intento.