Estamos en la cola del supermercado, un día cualquiera, una tarde cualquiera. Como ella. En la época del año que llevas y te sobra el abrigo: ni contigo ni sin ti. He comprado lo de siempre. Tengo una lista cerrada de productos y a veces (solo a veces) me aventuro con las conservas. Calamares en su tinta.

Las latas ya no llevan anilla para que no nos cortemos: siempre hay un método menos arriesgado para lograr lo que queremos, aunque yo siento un vacío enorme cada vez que abro una de estas latas de nuevo formato. No sé. Deja de interesarme su contenido. Se me pasa el hambre.

En la cola hay un señor de unos cincuenta años justo delante de mí. No es fácil saber lo que queremos de la vida, sobre todo si podemos elegir, y él ha entrado al supermercado sin cesta ni carro. Ha entrado a comprar una o dos cosas que le hacían falta, pienso. Carga con una bolsa de patatas fritas y varios botes de verdura. Demasiados.

Hace cabriolas para mantener la rectitud en la espera; el peso en los brazos, la tensión de llevar la bolsa de patatas haciendo pinza con los dedos. Sufro por los dos mientras nos desplazamos a las cajas y es en el tiempo de descuento donde casi a cada metro abandona un bote. Acelgas, primero; judías verdes troceadas bajas en sal, después; continúan las espinacas y las borrajas, hasta que las alcachofas mueren en la sección de perfumería. Solo sobreviven, victoriosas, compactas y llenas de aire, las patatas fritas sabor jamón.

Hay personas a las que les bastan diez metros para dejar de engañarse a sí mismas. Creo que ha abierto la bolsa en cuanto ha salido del local. Iba sin abrigo: se enfriará y engordará, pienso. Mientras, descargo mi lista cerrada en la caja número 5 del supermercado 24 horas que hay al lado de mi casa. Ese del que siempre regreso abrigado, distraído y falto de aire y grasas. Y aun así, la maldita conciencia. Con el corazón se llora en la cocina.