Estamos en casa confinados mientras fuera se desarrolla una auténtica batalla contra un virus con corona. Zaragoza está en un silencio casi perpetuo por una cuarentena inesperada de un enemigo que ni siquiera conocemos. No es un batallón, ni hace ruido.

No sé cuando fue de la última vez que me tome una cerveza bien fresquita en ‘el tubo’. O casi ni recuerdo el ruido del tranvía que siempre me alerta de que debo levantar la mirada del móvil.


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¿Queda un día menos para que todo termine? Eso dicen. Supongo que será verdad. Todo esto parece un mal sueño que nos muestra la fragilidad del ser humano. No somos infalibles aunque lo pretendamos.

Mi abuela se recluyó en su atalaya -el hogar donde ha vivido los últimos 40 años- hace justo una semana. Me escribió el primer día de su confinamiento voluntario: «He dado mi último paseo. No me voy a mover de casa. El virus pasará de largo pero tendréis que venir a verme al psiquiátrico«. Habrá que pedir cita, entonces.

Los niños ya no corretean alegres a la salida del colegio. No hay nadie esperando en la parada del tranvía. Recuerdo que se me olvidó visitar la última exposición en el Palacio de Sástago. No sé si seguirá después de esto.

El silencio se ha convertido en parte del mobiliario de una ciudad que le pesa la lentitud del tiempo en estado de alarma. Han pasado pocos días desde el inicio del confinamiento y parece una eternidad.

«El silencio se ha convertido en parte del mobiliario de una ciudad que le pesa la lentitud del tiempo en estado de alarma»

Zaragoza prosigue su vida sin los habitantes que le dan su carácter. Sólo hay vecinos que se agolpan en los supermercados, farmacias o servicios esenciales. Otros entran con un miedo razonable en el hospital sin saber bien qué pasará. Hay quien sonríe emocionada porque está dando a luz en el mismo edificio. La vida es un ajetreo de sensaciones que ni la cuarentena puede confinar.


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Es curioso, no nos fiamos de casi nadie cuando ataviados con una mascarilla salimos a la calle. Con lo difícil que es romper la rutina del abrazo esperado, del roce involuntario o del beso apasionado. Zaragoza carece de significado con la ausencia en las calles de sus huéspedes.

Los aplausos de los balcones se han convertido en el aliento de todo un país hacia el esfuerzo ingente de nuestros sanitarios. Ojalá con tanto aplauso llovieran mascarillas. No es cosa nuestra sino del Gobierno, y creo que el suministro se enquista. Mientras esperan lo dan todo expuestos al virus. Lo hacen sin alas pero sonríen como ángeles.

No soy capaz de comprender el terrible sufrimiento -confinado- de una persona que tiene a un ser querido en una residencia de mayores, y escucha en los informativos cómo la cifra de fallecidos aumenta en estos centros. Qué desesperación.

«Los aplausos de los balcones se han convertido en el aliento de todo un país hacia el esfuerzo ingente de nuestros sanitarios. Ojalá con tanto aplauso llovieran mascarillas»

Javier Marión nos representa: su quejido lloroso al emocionarse por destacar la solidaridad en plena crisis sanitaria nos enfundó a todos en el mismo anhelo. El alcalde Jorge Azcón se emocionó sutilmente al inaugurar el pabellón Tenerías para las personas sin hogar. No está siendo fácil para nadie. Ni tampoco para los que siempre están en la picota pública, y que ahora están en la adversidad más absoluta.

Una amiga me escribe ilusionada del esfuerzo de su empresa. Están fabricando mascarillas «a saco» pero sólo son tres en el departamento de confección. Lo intentan con toda su voluntad sin pedir nada. Otro amigo no deja de trabajar para poder desarrollar material sanitario de protección con una tecnología innovadora.


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Recibo un Whatsapp de un grupo que, habitualmente, se utiliza para quedar un viernes y contarnos las resacas del sábado. Y veo que es un vídeo de un delfín surcando las aguas de la ciudad de Venecia como hace años que no sucede. Las consecuencias de frenar un país por el confinamiento. Increíble. Quizá el virus seamos nosotros.

La crisis del coronavirus durará más de lo que nos pensamos. No serán 15 días de confinamiento, serán más. Pero saldremos. Llenaremos los bares, los teatros, los museos, las terrazas de cualquier plaza. Volveremos a emocionarnos con un gol en La Romareda.

Seremos todas las promesas que nos estemos haciendo estos días. Eso sí, bien cerquita. Ni a dos metros, ni a uno. Cerca, muy cerca.

*Álvaro Sierra es periodista. Fundador y editor de HOY ARAGÓN (@SierraAlvaro)