Antes de correr tienes que aprender a gatear, y luego si eso, te pones a andar. No es sólo que el concepto de ‘Silicon Valley’ esté manido y vilipendiado, es que el oro que se genera en aquel valle californiano, nos ha cegado de entender la realidad del ecosistema de innovación y emprendimiento que hay en Zaragoza hoy en día.


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¿De verdad alguién que quiere que su ciudad, en este caso nuestra inmortal y milenaria Zaragoza, sea la “nueva Silicon Valley” ha estado realmente allí, viviendo en carnes y trabajando con las empresas que reinan la fortaleza de la innovación?

Tal aclamado valle se rige por unos mandamientos (no oficiales) que llevan a rajatabla desde que se engendró, sin querer, con el primer chip.

Un planteamiento global, abierto y pragmático, de optimismo y aprendizaje constante, pero lo más importante (y de esto, creedme que los americanos han sabido jugar sus cartas), es el compartir los conocimientos dentro del ecosistema.

Es muy bonito desear la casa del vecino por cómo brilla por fuera, pero la esencia que ha forjado tal fastuoso feudo tecnológico, viene dado por dos conceptos que escasean mucho por aquí.


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“Silicon”, lejos de la definición química, representa la visión conjunta de todos sus ciudadanos, la materia prima espiritual y filosófica con la que crear, fortalecer y unir el esfuerzo en fomentar nuevas empresas, inversiones y proyectos, dejando muy atrás la competitividad visceral o heredada, la ignorancia del poder del fracaso o la hipocresía del síndrome de Goliat empresarial (“como facturo más, hago las cosas a mi manera sin contar con nadie”).

“Valley”, lejos de la definición geológica, promueve la coordinación, del entendimiento, de la hermandad y del que dos más dos es más que ventiocho. Significa que no importa si eres público o privado (si, de verdad, pueden jugar juntos a la pelota sin que salten chispas).

«Silicon representa la visión conjunta de todos sus ciudadanos, la materia prima espiritual y filosófica con la que crear, fortalecer y unir el esfuerzo en fomentar nuevas empresas, inversiones y proyectos»

Ni siquiera importa el color político que levantó tus paredes, y más allá, que se considere herejía intentar repintarlas tras heredar el alquiler. No hay colores, no hay razas empresariales, no hay creencias económicas. El “valle” nos acoge a todos en una gran comunidad en la que todos tienen voz, voto y aportan el granito de arena que puedan.

Se debe crear un puzzle limando las piezas lo suficiente para que encajemos a la perfección. Debemos conocernos entre todos, recomendarnos entre todos, porque todos formamos parte (en mayor o menor medida) de la misma tarta. La competencia, sencilla y llanamente, ¡no existe!


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Al compartir no sólo se enriquecería cada uno de los protagonistas, sino ¿sabes qué? que el que gana o pierde, al final, siempre es el mismo: el ciudadano. Y ahora mismo, al emprendedor, al innovador, al que busca “pasta”, al creador, al agitador, y a todos esos que construirán el empleo de mañana, les estamos metiendo en un laberinto burocrático, mareándole de tal forma que pronto ve que su única salida empieza en la estación del AVE.

Futuro alcalde o alcaldesa de mi ciudad, ahora que estamos en tiempos de cambios, recuerda que la materia prima ya existe, no hay que gastar dinero en crear nuevos elementos en el tablero, ni siquiera modificar el propio tablero de juego (que no batalla).

Tenemos instituciones, organismos, organizaciones y empresas tanto público como privadas, que hacen una labor espectacular, pero les falta visión y coordinación, como diría el mago Gandalf, “un anillo único para gobernarlos a todos”, o mejor dicho, un proyecto líder emocional que los reúna natural y amistosamente en crear el mejor tejido de innovación y emprendimiento no del mundo ni Europa, sino de todo el país, que ya sería suficientemente ambicioso.

Zaragoza, no debes ser la “Silicon Valley”. Con ser Zaragoza, ya tienes suficiente peso y responsabilidad. Con trabajar todo lo que tienes dentro, ya tiraremos nosotros muchas millas. Ahora bien, nos los tenemos que creer y tenemos que creer al que está a nuestro lado que, sin querer darnos cuenta, está remando en la misma dirección.