«No sabría darte un perfil. La mayoría provienen de una familia pobre y desestructurada pero también los hay de familias acomodadas que de pronto comenten un error en su vida». Javier acaba de terminar un turno de 8 horas en el centro de Juslibol. Allí hay capacidad para 45 chicos y durante los últimos años han colgado el cartel de completo. «Luego hay seguridad y los educadores que seremos 64 en turnos de 8 horas», explica.

A partir de aquí, el día a día de Javier, como el de sus compañeros, es una incertidumbre. «Sucede lo mismo que en una prisión. Tienen un día a día repleto de actividades, teatro, talleres, cualquier cosa para motivarles y hacerles pensar en positivo. Pero es inevitable que a veces surjan los problemas·», admite este trabajador que da su nombre pero prefiere ocultar su apellido.

Uno de los jóvenes que pasó por el centro acabó siendo el líder de los ‘Dominican Dont’ Play’, una banda juvenil de origen latino. Biwan, nombre artístico ya que también es cantante, ahora está en prisión por pertenencia a organización criminal, agresiones e intento de homicidio. ¿Cómo acaba un menor siendo líder de una banda criminal en Zaragoza? «No quiero hablarte de ese caso, pero te diré que aquí hay un alto índice de reincidencia», se sincera.

Hay educadores que llegan a implicarse mucho con los chicos y siguen sus pasos una vez que han salido del centro. «Los ves fuera, te llaman, te preguntan…», dice Javier. Buscan una oportunidad cuando salen pero muchos no lo consiguen. Vuelven a la banda, al refugio, a su familia. «Antes eran ladrones, ahora los que entran en el centro lo hacen siendo miembros de bandas latinas, o juveniles porque ahora son de todas las nacionalidades», aclara este educador social.

«Te cuentan que es su familia, el lugar en el que se sienten algo. Sus padres no están y ellos buscan el cobijo. Bajan al parque y lo encuentran. Dinero, fama, poder, traspasan la línea sin darse cuenta» relata Javier E.

Los que consiguen salir, como cuenta otro compañero, se ven en un vacío. «Uno de ellos me contó que vive gracias a su novia, porque él está esperando todavía los papeles para poder trabajar. Sin eso no trabaja y se siente limitado, dependiente, se ahogan», comenta otro educador que prefiere mantenerse en el anonimato.

No están contra el sistema pero si que reconocen que hay fisuras, grietas en un proyecto que tiene poco éxito, «A muchos los volvemos a ver a los meses y lo sabemos antes de que salgan. Son demasiado vulnerables. Nosotros intentamos darles herramientas pero luego depende exclusivamente de ellos», añade.

En este trabajo, dice Embid, predominan las mujeres y todos, desde el personal de limpieza, educadores, psicólogos, responsables de talleres, todos colaboran en la recuperación de estos chicos.

UNA VELA EN UN BOLLO

Las situaciones que viven no siempre son tristes; no siempre están relacionadas con el fracaso de estos chicos y chicas que llegan a entrar al centro con apenas 14 años. Es difícil entender que puedan estar al margen de la ley tan jóvenes. Hay historias de superación, jóvenes que salen y se reinsertan, que dejan las bandas, que se recuperan en una nueva vida gracias a lo que vieron y aprendieron en el centro.

«Recuerdo una situación que me marcó. Un día celebrábamos el cumpleaños de uno de los chicos y vinieron sus padres. La situación era muy triste porque su nivel económico era muy muy bajo. Resulta que como tarta de cumpleaños trajeron un bollo pequeño. La vela era más grande que el bollo. Por circunstancias, tuvimos que entrar al baño y allí le cantamos. Pues te puedo decir que el chaval estaba ilusionadísimo y loco de contento. Con qué poco», dice Javier.

Así es el día a día de Javier, que hoy está en lucha para poder tener un sueldo acorde con su responsabilidad. «Se da la circunstancia de que un compañero que entró hace años cobraba 1.200 euros. Si volviese ahora cobraría menos. Ahora estamos en esa lucha; te parecerá trivial pero luchamos por nuestro sueldo, por pagar la hipoteca y los estudios de nuestros hijos»·, recalca. Luego están las bajas por estrés, muy comunes en este trabajo.

Trabajan para una subcontrata cuya labor sale a concurso público cada cuatro años. Sin subidas de IPC, sin el apoyo que piden, Javier cuenta que su labor, la de todos sus compañeros, es invisible. Nadie repara en ellos, ni el gobierno aragonés, ni las empresas para las que trabajan que, según cree, valoran más los beneficios que el trabajo que hacen con los chicos. «Sin la parte vocacional que tenemos, sin las ganas que le ponemos, serían carne de cañón», asegura.