Confieso que nuestros partidos políticos me desconciertan. Cierto es que las fronteras entre la derecha y la izquierda andan difuminadas desde hace décadas. 

Y ahora parece que prevalece el pragmatismo o, dicho en términos más filosóficos (y siendo generosos), la “ética de la responsabilidad” frente a la “ética de las convicciones”.

Debería ser lo normal, aunque no es seguro que lo sea. ¿Debe sacrificar un político con responsabilidades de gobierno sus convicciones cuando la realidad o los datos de que dispone le demuestran que estaba equivocado?


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Debe, sin duda, no por su bien, sino por el nuestro (el ejemplo de Zapatero es paradigmático: no lo hizo, y así nos fue). Porque sus convicciones son secundarias frente al bien común. Y si el conflicto moral entre sus convicciones y su responsabilidad le resulta insoportable, siempre tiene una salida digna: dimitir.

«Sus convicciones son secundarias frente al bien común»

Pero, dicho esto, tengo la certeza de que el dilema de nuestros dirigentes políticos no es ese, sino el que procede de su falta de preparación, de lecturas y, ¡ay!, de principios.

La gran paradoja de la política es esa: que la ausencia de principios (políticos) favorece la supervivencia (política). Es terrible, pero es verdad.

Analice el lector la trayectoria de aquellos políticos que conozca y recordará cómo aquellos que llevan décadas en esa actividad han defendido a lo largo de su vida unas cosas y sus contrarias, sin despeinarse. Y eso muchas veces. Hay casos, muchos.

 

Gran parte de la desafección que hoy sufre el Partido Popular se debe a lo que sus votantes perciben como una abdicación de principios al haber asumido las leyes del zapaterismo que prometió derogar: una derecha que ya no se identifica con los principios ideológicos que querrían ver defendidos sus votantes; una derecha que se comporta como si no lo fuera, o que quizás ya no lo sea.

«Gran parte de la desafección que hoy sufre el Partido Popular se debe a lo que sus votantes perciben como una abdicación de principios»

Pero, qué decir de la pretendida izquierda (que se autodefine “progresista”) defendiendo postulados absolutamente reaccionarios, arrumbados por la Historia en todas las democracias europeas de corte liberal o socialdemócrata.

Me refiero a los “derechos históricos” -término profundamente antidemocrático, ingenuamente incorporado en su momento a nuestra Constitución: la única fuente de derechos en democracia es la ciudadanía y nunca puede serlo la Historia-, los conciertos económicos, los privilegios forales, las asimetrías federales o las federaciones asimétricas, las naciones culturales, las identidades lingüísticas, los hechos diferenciales…

Todas esas antiguallas propias del Antiguo Régimen han sido desechadas desde la Independencia americana -la única y genuina revolución burguesa- y la Revolución francesa, y ya sólo son reivindicadas por la izquierda española, que encarna en Europa el colmo del despiste ideológico.

Pero la cosa es más grave si hablamos de nuestros nacionalismos, apoyados por esa izquierda desorientada y agasajados, cuando conviene, que es casi siempre, por esa derecha carente de principios.

Los ‘esquerras’ Marta Rovira, Gabriel Rufián y el presidente del Parlament Roger Torrent / EFE

¿Existe la extrema derecha en España? Por Dios que sí.

Aunque lleven el calificativo de “esquerra”, hay partidos de extrema derecha, por supuesto.

¿Qué rasgos atribuiríamos a la extrema derecha?: claramente, la insolidaridad, la xenofobia, el supremacismo, el reconocimiento del carácter instrumental de la violencia, su comprensión y connivencia con los violentos cuando éstos comparten sus objetivos o facilitan su consecución, el sacrificio de los derechos civiles al superior designio de la construcción nacional, el adoctrinamiento escolar y la instrumentalización de la enseñanza y de los medios de comunicación…


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Son ellos, retratados, nuestra extrema derecha.

«¿Existe la extrema derecha en España? Por Dios que sí. Aunque lleven el calificativo de «esquerra»

¿No los reconocemos? ¿Nos hemos olvidado de los discursos xenófobos de Arzalluz o Heribert Barrera? ¿También de los artículos de Pujol en su juventud, despreciando a los andaluces? ¿Del “árbol y las nueces”, del pacto de Estella, de las reuniones de Carod Rovira con ETA en Perpignan…?

Son nuestra extrema derecha, no hay duda.

Un caso extremo de despiste, por supuesto, es el de esos partidos que se llaman de izquierdas y progresistas, y además nacionalistas. Alguno tenemos en Aragón: nuestras “esquerras” más o menos atemperadas. La contradicción es tan obvia que no me molestaré en desmontarla. No merece la pena ni como entretenimiento.

Frente a las etiquetas con que quisieran ser reconocidos nuestros partidos políticos, debe prevalecer nuestro análisis. Si el electorado se decantara por un voto estrictamente ideológico, sin otras consideraciones, los partidos tradicionales se quedarían sin votos. Y quizás no fuera tan malo que ocurriera. Recuperarían urgentemente los principios.