La Segunda República cumple este miércoles 90 años. Se ha escrito tanto como se escribirá en el futuro. Principalmente no por lo que fue sino por lo que se recuerda. Si hay que ser justos con la historia, la República tiene tras de sí un aura casi mística que no corresponde, al menos en parte, con la realidad de la época. 


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Lo primero que cabe preguntarse para despejar unos y otros mitos es cuánto de democrático llegó a ser este sistema de gobierno que tuvo que lidiar con los movimientos revolucionarios que agitaban Europa, las tensiones causada por la Gran Depresión, el surgimiento de estados totalitarios en Italia y Alemania y, en definitiva, lo que ha venido llamándose la «edad del odio».

Es decir, ha trascendido con una imagen bastante mejorada en comparación con la que tuvo en su día. Como comenta Roberto Villa, historiador y profesor, «es innegable que existe una mitificación de la República que se basa, sobre todo, en la atribución de las buenas intenciones«. Unas intenciones que, finalmente, no fueron tal como se recuerdan.

Para empezar, la declaración de la Segunda República fue consecuencia directa de las elecciones municipales del domingo 12 de abril de 1931, que predecerían a unas posteriores elecciones a las Cortes. Estos primeros comicios arrojarían un resultado que cada quién interpretaría a su manera. La tendencia monárquica obtuvo más de 40.000 concejales en todo el territorio, mientras que los republicanos contaban algo más de 36.000.

Se proclamó una república democrática que, aunque carecía del aval de un referéndum o de unas elecciones legislativas, vio aceptada su legitimidad por la mayor parte del espectro político. Los republicanos de izquierda, los socialistas y los radicales de centro impulsaron la llegada de la Segunda República.

Sin embargo, la Conjunción Republicano-Socialista sí fue dominante en las capitales de provincia, en las que obtuvo 38 alcaldías, por solo nueve para los Monárquicos. A pesar de la dualidad de los resultados, el bando republicano consideraba los buenos números en las principales ciudades como un plebiscito a favor de la instauración de un nuevo régimen.


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Del mismo modo, y en contra de la concepción que muchos tienen de este período, relacionándolo con una etapa de libertad democracia para el país, lo cierto es que no fue ni lo uno, ni lo otro. Para empezar, el sistema republicano no fue capaz de aglutinar a todas las fuerzas políticas porque tampoco lo intentó.

Solo se tenía en cuenta la opinión de aquellos partidos y organizaciones de izquierda republicana, desoyendo por completo ya no solo a los monárquicos, si no también a aquellos que, a pesar de estar de acuerdo con el cambio de sistema, no lo estaban con la ideología. Como bien recuerda Villa, uno de los mayores dejes es, precisamente, que «solo se planteó una de las repúblicas posibles y se marginó, por decirlo de alguna manera, a todas las demás». La primera piedra contra el tejado republicano vino ‘lanzada’ por el propio sectarismo que tuvo la izquierda en su momento.

Si bien el historiador Javier Tusell definió este periodo político como una «democracia poco democrática», otros autores, como el también historiador Francisco Sánchez Pérez, reivindican su éxito inicial como «un régimen democrático de masas bastante avanzado para la época y de voluntad modernizadora».

La redacción de la Constitución de 1931, en la que se veían reflejados los pensamientos de solo una parte de los españoles y que, además, estaba fuertemente influenciada por las ideas de algunos de los partidos, fue el siguiente punto débil del nuevo modelo de Estado.


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Del mismo modo, las libertades derechos de la época, dos de los factores que más se tienden a destacar, no son comparables con las actuales, que representan mucho mejor lo que debe de ser un gobierno democrático.

Como cuenta Villa, esta etapa no es, precisamente, el mejor ejemplo en cuanto a libertad, principalmente porque «las libertades civiles que consagra la Constitución de 1931 estuvieron, durante el primer bienio republicano suspendidas por la ‘Ley de defensa de la república. Después, entre 1933 y 1936, priman los Estados de Excepción, por lo que las libertades civiles se ven de nuevo limitadas«.

Por todo esto, la República no debe ser considerada como una democracia según la entendemos hoy, puesto que carecía de muchas de las libertades necesarias para ello, si no más bien como un cambio de sistema que significaba una ruptura total con todo lo anterior.