Había una vez un leñador que se llamaba Alí Babá, vivía en Persia y un día…. ¡alto, alto! Ese cuento es un rollo, teniendo una versión aragonesa del cuento de las mil y una noches, mejor contar la nuestra; hay que hacer  país, ¿no? Pues venga. Nuestro Alí Babá se llamaba Alí Agá y no era de Persia sino de Jaulín. Tampoco era leñador, sino funcionario y, como el otro Alí, también nuestro Alí era simpático, trabajador y tenía el don de la ubicuidad. Tal era así que un día vio a un señor, llamado Bié li, que decía “Ábrete, Pignatelli” o “Ciérrate Pignatelli”, y las puertas de una cueva se movían.

Allí dentro también esperaba un tesoro. No eran joyas ni diamantes, sino millones y millones de dinero público en nóminas, subvenciones, chiringos y chiringuitos; y todo el poder que suponía manejar aquello en esa humilde región. Bié Li  nunca iba solo, unas veces le acompañaban señores con capas rojas y, otras, con capas azules. Y, para dejarles entrar, siempre les pedía, parte del botín; en especial, un juguete llamado IAF y un puñado de direcciones generales llenas de nóminas, premios y subvenciones. Los de Bié Li eran pocos, pero siempre conseguían su parte.

Así pasaban los años; o, mejor dicho, las legislaturas. Cada cuatro años, los de azul o los de rojo llamaban a Bie Lí y le pedían que dijese sus palabras mágicas. Y Bié Li las decía. Hasta que se hizo mayor y se fijó en el joven Alí Agá para que siguiese sus pasos. Así que el de Jaulín aprendió las palabras mágicas, dejó su guitarra y los moscosos y se metió en política, como su maestro, arrimándose a los que más botín fuesen a compartir.

Pero ya sean las mil y una noches de Alí Baba o los mil y un coches, oficiales y de Motorland, de Alí Agá, la moraleja es la misma: la ambición tiene consecuencias y tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Especialmente, cuando vuelve Bié Li, y los 40 que quedan con el de la guitarra se ponen a darse empujones porqué ven que todos los cuentos, incluido este, no duran siempre.