Es innegable que, desde la entrada de España en la entonces denominada CEE, Unión Europea en 1993, las mejoras son palpables en nuestra sociedad. Basta con recordar que nuestro país ha recibido de la Unión en 25 años más dinero que toda Europa con el Plan Marshall.

Sólo los fondos estructurales -cerca de 140 mil millones de euros en 25 años- han financiado el 50% de las grandes obras públicas, como las líneas de Alta Velocidad, la T-4 de Barajas o el aeropuerto de Palma. Pero también hemos recibido fondos para inversión en I+D+I, por ejemplo, la Universidad de Zaragoza.


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España es el país más europeísta, y el mayor beneficiario de las ayudas, pero de un tiempo a esta parte, se manifiesta cierta desafección de los ciudadanos hacia las instituciones europeas, quizá porque los planteamientos que conocemos, que dábamos por seguros hasta hace unos días, unas pocas semanas, se vuelven ahora por la crisis sanitaria, económica e institucional provocada por el COVID-19 como dudosos y en algunos casos hasta equívocos.

Llueve sobre mojado, ya que está en la memoria de todos la crisis que sufrimos hace apenas una década y que dejó tocado ya el propio sentido de la Unión.

En una sociedad democrática joven, pero a la vez muy consolidada como es la nuestra, han surgido partidos de marcado carácter populista y antieuropeo, que, si bien hasta ahora tenían una presencia extraparlamentaria, ahora cuentan con la resonancia que da el Congreso.

«España es el país más europeísta, y el mayor beneficiario de las ayudas, pero se manifiesta cierta desafección de los ciudadanos hacia las instituciones europeas»

Las tensiones políticas antieuropeas en España tienen una doble vertiente, porque, aunque el punto de llegada es el mismo, el abandono de la actual UE, una parte de esos partidos, los de carácter nacional, abogan por una especie de Españexit, a modo de lo ocurrido en Reino Unido, con la excusa de una supuesta recuperación de soberanía.

Por otro lado, tenemos en nuestro teatro político una serie de partidos de carácter nacionalista, que quieren ya no solo la independencia de España de las regiones que representan, sino la presencia directa en la Unión de una forma separada del Estado. Es decir, quieren ser parte de Europa, pero no quieren pertenecer a un Estado soberano perteneciente a la actual Unión.


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Es reseñable además que algunos de esos partidos, que predican la construcción de una nueva Europa, basada precisamente en la disgregación de la actual Unión Europea y de sus valores, lo hacen directamente desde los propios organismos europeos. Aprovechando el altavoz que estas instituciones nos otorgan a todos, pontifican contra la pertenencia a ellas.

Por eso la respuesta al brote de COVID-19 de la Comisión Europea, con la presidenta Von der Leyen a la cabeza, tiene que ser común, clara, contundente y en búsqueda del bien general, porque ya no sólo se trata de reforzar nuestros sistemas de salud pública y mitigar el impacto socioeconómico en la Unión Europea.

Se trata de convencer, una vez más, a los ciudadanos europeos que es necesaria una colaboración entre países, que la UE no solo es un club unido por una moneda y unas fronteras comunes, sino que los lazos económicos, sociales y, sobre todo de solidaridad entre estados sean claramente percibidos y apreciados por los europeos.

«La respuesta al brote de COVID-19 de la Comisión Europea tiene que ser común, clara, contundente y en búsqueda del bien general

Solo así evitaremos lo que ocurrió en 2008 que fue enfrentar a la Europa rica, poco poblada y menos envejecida del Norte, con la más pobre, vetusta y poblada del Sur. Este enfrentamiento, de producirse de nuevo, conllevará desafectos, quizá irreconciliables, entre ambas partes.

Si no se comunica esa dirección común, si no se manifiesta alto y claro hacia qué Europa de ciudadanos queremos ir, unos percibirán ser los pagadores de la negligencia de los otros, y estos, se sentirán, de nuevo, abandonados por sus parientes, cada vez más lejanos, ricos.


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Porque Europa, después del Brexit, del resurgir del populismo antieuropeo, de las dudas sobre su propia existencia, no puede permitirse que España, donde el 64% de la población se declara marcadamente europeísta, se convierta en el caldo de cultivo de su propia destrucción como proyecto global.

Otra cosa es analizar por qué tanto en la crisis de 2008 como en esta de 2020 no estuvimos suficientemente preparados. Pero esas cuentas habrá que pedirlas después, y a nuestros gobernantes.

*Gerardo Martínez es consultor estratégico